Amor clandestino

 

Sebastián era el empleado más antiguo de la oficina, pero los compañeros jamás lograron adivinar su edad. No le conocían familia ni amigos, nunca hablaba de su vida personal. En una ocasión, Sanguinetti lo siguió al terminar el día para averiguar algo sobre él. Marchaba unos metros detrás y cada tanto tenía que simular que leía algo para evitar ser visto. Tomaron el subte hasta Retiro, luego el tren hasta Victoria y de allí, hicieron trasbordo hasta San Antonio de Areco. Ya era de noche cuando llegaron y luego de caminar más de diez cuadras de tierra, el perseguido entró a una casa medio destartalada donde lo recibieron un montón de perros. Sanguinetti maldijo el momento en que se le ocurrió seguirlo, pero no se animó a investigar más y regresó.

El lunes siguiente, Sebastián llegó muy temprano -como todos los días- para planificar las tareas diarias. Había un sobre encima de su escritorio, no tenía nada escrito en el frente ni en el dorso. Tras asegurarse de que nadie lo miraba, se dispuso a abrirlo. 

“En el rincón más oscuro de mi pecho

Se esconde un amor que nadie conoce

Susurra en silencio, como un secreto,

Y en mis sueños, su presencia se desliza.”

Azorado, guardó el sobre en su maletín. 

Simona, oculta tras la máquina de café, lo observaba. Desde que puso un pie en la oficina, Sebastián la trató con respeto y cariño, como a una hija. Le afligía cómo lo molestaban sus compañeros, y él parecía no reaccionar. Quería sacudirlo por los hombros y gritarle “¿No ves cómo te joden? ¡Deciles algo!” No se percató que, desde otro rincón de la oficina, Sanguinetti también seguía atentamente los movimientos de Sebastián.

El viernes, otro sobre esperaba en el escritorio.

“Es un amor clandestino, sin nombre,

que arde en las sombras de mi ser.

Sus caricias son suspiros en la noche,

y sus besos, susurros en el amanecer.”

Era demasiado para el pobre hombre. Estuvo a punto de levantarse de su asiento y averiguar quién era el desgraciado que le gastaba esas bromas, pero se contuvo. Al volver a leerlo, una sonrisa transformó su rostro, ya no se veía tan adusto. Simona y Sanguinetti no le sacaban los ojos de encima. 

Al finalizar la jornada de trabajo, ella lo siguió. Marchaba unos metros detrás, simulando ver algo en un quiosco de diarios o alguna vidriera. Tomaron el subte hasta Retiro, luego el tren hasta Victoria y de allí trasbordo hasta San Antonio de Areco. Ya era de noche cuando llegaron y luego de caminar más de diez cuadras de tierra, Sebastián entró a una casa medio destartalada de donde salieron a recibirlo un montón de perros. Simona, exultante, se animó a investigar más. Desde esa distancia podía ver algo del interior.

El lunes, un nuevo sobre, esta vez levemente perfumado.

“No puedo revelarlo al mundo exterior,

Pues su fragancia es sólo para mí.

Es un amor que sólo yo puedo entender,

Un fuego que sólo yo puedo sentir.”

En esta ocasión, a Sebastián no le sorprendió encontrar la misiva anónima. Silbaba  canciones de amor en la fila de la fotocopiadora, recordando el nombre de cada uno y hasta les hacía comentarios halagadores. 

Al finalizar la tarde, abandonó la oficina. Unos metros atrás, lo seguía Sanguinetti al igual que Simona, algo más rezagada y sin revelar su presencia, simulando leer algo en un quiosco de diarios o  alguna vidriera. Los tres tomaron el subte hasta Retiro, luego el tren hasta Victoria y cuando debían hacer el trasbordo hasta San Antonio de Areco, Simona no pudo abordarlo a tiempo. Ya era de noche cuando Sebastián llegó luego de caminar más de diez cuadras de tierra, seguido por Sanguinetti desde una prudente distancia. De la casa medio destartalada  salieron a recibirlo un montón de perros. Sorprendido al ver una carta en el buzón, se dispuso a leerla bajo la tenue luz del farol.

“En la penumbra de mi alma se esconde,

un amor secreto que nunca se revelará.

Y aunque en silencio mi corazón responde,

este amor clandestino nunca morirá."

Oliverio Girondo.

Simona llegó luego de recorrer las diez cuadras de tierra, embuida por el sonido de los grillos. Esperaba que el culpable de sus noches en vela, no se hubiera acostado aún. Tenía mucho para decirle. Sintió alivio al ver la luz encendida y fue directo hacia el lugar donde se había escondido la otra vez. En el piso, cerca del buzón, había una carta. A pesar de la débil luz del farol, adivinó unas estrofas. 

A través de la ventana, pudo ver a Sebastián y Sanguinetti fundidos en un beso apasionado.


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