Era el ocaso de su carrera, por más que a Paul Auster le costara admitirlo. Lejos quedaban la época de esplendor, las giras internacionales, la vida parisina. Su último libro vio la luz diez años atrás y desde entonces era presa de una profunda depresión, además del consumo de alcohol. Grace, su compañera de toda la vida, estaba a punto de abandonarlo. Sólo la detenía un agónico resto de cariño, pero ambos eran conscientes de que la relación no daba para más.
La única solución era el proyecto de su nueva novela. Todas las noches, empuñando una botella de escocés y un paquete de cigarrillos sin abrir se dirigía a su estudio, donde invariablemente despertaba con la hoja en blanco y el cenicero repleto, empecinado en volver a la vida a Sidney Orr, el protagonista de sus mayores éxitos. Siempre con su vieja Remington, sin importarle la pequeña fortuna despilfarrada en papel.
Sidney, al igual que él, era un escritor solitario. Pasaba horas en un minúsculo cuarto en su departamento del Bronx, dando vida a sus torturados personajes. Sin embargo, ahora compartían el bloqueo tan temido. Paul en su estudio y Sidney en su cuartucho, miraban la hoja en blanco con expresión anodina.
La respuesta a sus inexistentes plegarias llegó una mañana de primavera; lo invitaban desde Buenos Aires para participar en la feria del libro, un evento que se repetía todos los años con cierta relevancia para los sudamericanos. Paradójicamente, el tema de su disertación era el bloqueo del escritor. Fue a contarle las buenas nuevas a Grace, pero ella no estaba. Ni su ropa, ni sus libros ni sus discos. Ni siquiera se sorprendió.
Tampoco le sorprendía que a Sidney su mujer también lo abandonara. Pero el pobre tipo no tenía la esperanza de ir a Sudamérica, sólo el alcohol era su consuelo. No hacía otra cosa que embriagarse y recorrer la ciudad en busca de librerías, sin saber muy bien por qué.
Aterrizó en una Buenos Aires húmeda y pegajosa. Ya había estado antes, también para la feria, en esa ocasión en pleno pico de popularidad, con un tipo de cambio que les permitió a los argentinos darse el lujo de invitarlo. Recordaba el alegre caos de la ciudad, parecida a Roma con su tránsito desenfrenado, sus bellas mujeres y la pasión por el futbol. Siempre más cómodo en Europa que en su propio país, como si por sus venas corriera sangre latina. Aprovechó el trayecto en taxi hasta el hotel para abrir su laptop y ver cómo estaba Sidney. Antes de partir lo había dejado en un estado de ebriedad preocupante. Afortunadamente, pudo comprobar que estaba en su cuartito del Bronx, aporreando la vieja Remington.
No lo alojaron en el Sheraton, como la otra vez, sino en un hotel bastante más modesto, en un barrio algo alejado del centro. Prefería eso, pudo salir a recorrer las calles atestadas de jóvenes que les recordaba a los hippies de los setenta. En una mesa en la plaza Serrano, pidió un mate –ya lo había probado en su viaje anterior- y se dispuso a lidiar con el hecho de ser un perfecto desconocido en esas tierras. En un momento, giró sobre sus hombros, intrigado. Parecía que lo seguían.
Sanguinetti frenó de golpe y se ocultó tras un kiosco de diarios. Tenía que tener más cuidado para que no lo descubrieran. La otra vez, caminando detrás de Sebastián (*), Simona casi lo pesca. ¡No era posible: Paul Auster en Buenos Aires! ¡Más de diez años sin saber de Sidney Orr y su oscura personalidad! Desde su papel en La noche del oráculo, nadie lo recordaba. Se consideraba parecido al personaje de Paul; la vida solitaria, lo enigmático, lo marginal. ¡Era importantísimo hablar con Paul y preguntarle acerca de Sidney!
Esperó con paciencia a que el escritor termine su mate y finalmente pudo reanudar la persecución, aunque no la consideraba así. Sólo lo acompañaría hasta tener la oportunidad de hablar con él. Llegaron a la boca del subte en Plaza Italia, el extranjero no se comportaba como un turista, parecía que hubiera nacido aquí. Su andar era seguro y decidido. El subte los llevó hasta Plaza de Mayo, donde Auster se dispuso a tomar fotografías. Sanguinetti estaba por abordarlo cuando un grupo de gente rodeó al escritor. Continuará...
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