Te sentaste en una roca al lado del cadáver, con una expresión triunfal que me congeló la sangre, la pistola todavía humeante en tus manos.
Me
arrojé sobre la pobre mujer, su cuerpo sin vida enfundado en un guardapolvo
manchado de tierra y sangre. Su mirada vacía mostraba sorpresa. Te miré,
incrédulo. Las palabras se atoraron en mi garganta y la pregunta sonó muda en
mis ojos.
-¿Por
qué?
-Hice
lo que debía, ya está. Pobre boluda, la maestrita, al final no tuvo la culpa.
-¿Vos
sabías que entre nosotros no hubo nada?
-Desde
el principio.
-¿Entonces,
para qué…?
No
pude terminar la frase, me limité a señalar el cuerpo tendido sobre el asfalto.
-Porque
en tu mente podrida sí pasó algo. ¡Yo veía lo caliente que estabas con tu nueva
compañera de trabajo!
Me
eché a llorar como un chico, entre espasmos que me cortaban la respiración.
-¡Si
no me hubieras abandonado nada de esto habría sucedido –le grité-preferiste
creer lo que decían unas viejas chismosas en vez de escucharme!
Me
miraste con una mezcla de desprecio y compasión. Desde que te fuiste, todo
había sido un caos. Hiciste de mí un despojo de aquel joven idealista que llegó
al pueblo con su guardapolvo inmaculado, listo para hacerse cargo de la única
escuela.
-¿Ahora
qué hacemos? –pregunté, luego de una eternidad- ¿Le avisamos al comisario?
-¡Ni
se te ocurra! ¡No me arriesgué para que nos vuelvan a separar, la putita se lo
merecía, sé cómo te miraba! Tenemos que deshacernos de ella antes de que empiecen a buscarla.
-¿Qué
vamos a hacer con el cuerpo?
-¡Siempre
fuiste el de las preguntas boludas! No te muevas de aquí, voy a buscar al auto
lo que necesitamos.
Regresaste
con un tambor bien grande, como los que transportan granos, y varios bidones. Llevamos
el cuerpo hasta el fondo donde había una parrilla destartalada. Te miré
aterrorizado.
-Tranquilo,
no la vamos a cocinar, tengo mis códigos.
Colocamos
el tambor metálico al lado de la parrilla, oculto a la vista. Comenzaste a
vaciar los bidones en el tambor y el olor del ácido me descompuso.
-Dame
una mano con la putita, vamos a ponerla en el tambor.
Lo
había visto en cientos de películas, pero nada me preparó para esto. El olor
era tan repugnante que no pude evitar el vómito. El líquido en el tambor empezó
a burbujear y el cuerpo de la pobre mujer se retorcía en una danza macabra. Me
dejé caer con un grito desgarrador.
Quedamos
en encontrarnos esta noche, en el hotel del pueblo. No te veo desde aquel día
que hace tanto trato de olvidar. No te
perdoné aún, pero mi necesidad es más fuerte. Me reflejo en el espejo de la
recepción y no doy crédito a mis ojos. Estoy limpio, peinado, y vestido con el
traje que me enviaste para la ocasión. Las miradas confluyen sobre mí como si
vieran un fantasma. Les cuesta reconocer en este hombre elegante, aquel
vagabundo que día tras día esperaba a la mujer que lo había abandonado.
Levantamos
las copas en un romántico brindis, todo sonrisas. Sólo nuestras gélidas miradas
pueden delatarnos.
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