Poco
a poco, los vecinos del conventillo se habituaron a sus cambios. Les resultaba
algo extraño que Hilario saliera tan temprano. ¡Nunca amanecía antes de las dos
de la tarde! Al principio se iba bien vestido, la melena aplastada con gomina y
el paso apurado. Recién volvía a la noche, picoteaba algo en la cocina y se iba
directo a la pieza para escuchar los gritos de su esposa porque llegaba con las
manos vacías. Seguía sin saber quién era esa buena mujer.
Una
mañana esta buena señora lo echó de la pieza sin darle tiempo a engominarse.
Pero a la tardecita Hilario volvió, el pecho henchido, la mirada altanera,
vistiendo un guardapolvo blanco bastante arrugado y con algunos parches. En el
bolsillo superior izquierdo se podía leer: “Hospital
San Agustín”. Con paso estudiado, dio una vuelta por el patio, las manos
entrelazadas en la espalda. Cada tanto, emitía un “Ajá” seguido de un leve carraspeo. Sin mediar palabra, sentó en su
regazo a uno de sus hijos mientras aplicaba el oído a su espalda.
-¡Lo
que me temía, este niño padece tuberculosis! ¿Dónde está la inconsciente de su
madre, que no lo llevó al hospital?
La
respuesta no se hizo esperar. La mujer, harta ya, propinó a su marido un
ruidoso cachetazo ante las carcajadas de los presentes. Hilario Sorrocho, lejos
de amilanarse, emprendió su rutina
callejera luego de una noche a la luz de la luna, apenas cobijado por su
guardapolvo. Al regresar ya no era aquel doctor en su bata. Esta vez se
presentó en el conventillo un abnegado vigilante con la chaqueta algo raída, la
gorra ajustada y el andar marcial. Sin
abandonar la prestancia, exigió ser alimentado, su dedicación al bien común
impedía tomarse un refrigerio. La cocinera, conmovida, le ofreció de comer y le
preparó un catre.
Desde
entonces, el conventillo se puebla de jueces con largas togas, bomberos ataviados
en sus coloridos trajes, y sacerdotes con lustrosas sotanas. Todos ofrecen sus
servicios a cambio de alimento y abrigo.
Ya nadie
extraña a Hilario Sorrocho.
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