Casandra, se llamaba...






Irrumpió en mi vida un lunes de invierno.

Ya habían empezado las clases, nadie esperaba una alumna nueva. Se ubicó en el fondo, calladita, la vista clavada al piso. Ese mismo piso que comenzó a temblar bajo mis pies hasta que unos meses más tarde, ella se fue misteriosamente, así como había llegado.

Fue la primera mujer que me enamoró, si eso era posible a los nueve años. Pasaba horas contemplándola; en clase, en el recreo, en la parada, en el colectivo. Se bajaba en la avenida y la seguía con la vista hasta que entraba en su casa, una mansión que ocupaba casi toda la cuadra. Jamás me atreví a hablarle, mi cara adquiría la tonalidad de un tomate maduro ni bien me acercaba. Nadie supo qué fue de ella. Algunos decían que había vuelto a su país, al este de Europa, otros que sufría una enfermedad terrible. Al tiempo terminaron por olvidarla.

Menos mal, así no tenía que explicar  cómo fue que Casandra se mudó a mi casa ni bien se fue del colegio. No hubo una sola noche, desde los nueve años, que no me acompañara. Era extraño, pero toda la vergüenza que sentía al verla se disipaba cuando estaba conmigo en la tranquilidad del hogar. Pasábamos horas hablando, ella me contaba de su país, de sus padres, de cuánto los extrañaba y yo le prometía que pronto los visitaríamos. No tenía mucha relación con el resto de mi familia, que parecía ni registrarla. Tal vez no aprobaban que durmiéramos juntos, no comprendían que éramos apenas unos niños.

Cuando conocí a Lucía, a los dieciocho años, Casandra se enojó. Y mucho. ¿Estaría celosa? Estaba muy bueno eso de hablar y hablar durante toda la madrugada, pero yo tenía derecho a divertirme y vivir mi vida, así como ella. Si no quería hacerlo, era su problema. De todos modos, las cosas con Lucía no prosperaron. También era muy celosa y no le gustaba compartirme con nadie, y menos en la cama.

 

Terminé la facultad y me propuse vivir solo. No fui capaz de predecir la tormenta que se avecinaba. Casandra enloqueció, nunca la había visto así. Hasta amenazó con quitarse la vida si yo la abandonaba. No podía dejarla en la casa de mis padres, ellos no parecían quererla demasiado. Le pedí que me acompañara, siempre y cuando supiera respetar mi intimidad. Le dije que ya no era sano compartir la cama, que no éramos niños. Lo aceptó y comenzamos nuestra nueva vida.

Hasta que te vi ese día en la oficina y todo cambió. Te convertiste en mi obsesión, ya no me bastaban las noches en vela. Aprovechábamos cada minuto para estar juntos; en hoteles baratos, en el auto. Casandra sospechaba algo, me hacía preguntas puntuales, me miraba con desconfianza, estaba distinta en la cama.

Y llegó el día temido: me pediste conocer mi casa. No podía negarme. Esa noche misma me dispuse hablar con Casandra, pero me ganó de mano:

-Vengo a decirte que me voy

Se inclinó sobre la cama y me besó en los labios.

-¿Por qué? –le respondí, balbuceante.

-Tengo que seguir.

-No te vayas todavía…

 

-¿Con quién hablás?

Me miraste, extrañada, desde el otro lado de la cama.

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