Habían llegado al puerto varias horas antes, pero se apretujaron en el primer ómnibus que los trasladaba hasta el buque.
Con
expresión de fastidio, el fotógrafo esperó a que todos los del grupo se acomodaran
para la foto de bienvenida sobre la cubierta. Alejandro Peskoff le quitó la
gorra a uno de los oficiales y se la puso en su cabeza, mientras le gritaba obscenidades
a una bella azafata. El empleado balbuceaba en un inglés con fuerte acento
italiano.
-¡Parece
el profesor Fiorito, el de matemáticas! ¿Se acuerdan?
Estallaron
en carcajadas mientras el fotógrafo guardaba su cámara, visiblemente alterado.
El revoltoso
grupo comenzó a separarse; unos caminaron por el pasillo de los camarotes de la
planta baja, mientras que otros se dirigían hacia los ascensores, como
Alejandro Peskoff. En la misma habitación que Guzmán y el colorado Cerruti, eligió
la cama más grande bajo el ojo de buey, mientras que los otros dos desplegaron
unas cuchetas amuradas, una encima de la otra. Todos reían mientras el colorado
Cerruti trataba de encaramarse a la de arriba.
-¿Podríamos
sortear las camas, no les parece?
-¡Ni
lo piensen, me pasé meses organizando este viaje –respondió Alejandro Peskoff-
lo menos que merezco es elegir la cama!
Nadie
lo contradijo, puso su equipaje sobre la cama de dos plazas. Miró la bitácora
que estaba sobre un pequeño escritorio y al cabo de unos segundos la dejó con
expresión aburrida. El camarote era pequeño; sobre su cama, el estrecho ojo de
buey apenas permitía ver un bote salvavidas colgando del techo de una cubierta
lateral. Se divisaba a lo lejos la línea azulada del océano.
El
grupo se reunió en el comedor principal, un amplio salón repleto de mesas y
congestionado de pasajeros. Se sumaba una pequeña multitud de mozos y
camareras. Ocuparon una extensa mesa y Alejandro Peskoff se ubicó en la cabecera.
Esperó, copa en mano, a que el murmullo se acallara, con la ayuda de unos
golpecitos del cuchillo en el cristal.
-¡Muchachos!
Parece mentira, pero hoy nos reunimos para festejar los 25 años de egresados.
Costó mucho esfuerzo, pero logramos hacerlo en este fabuloso buque, por más
que algunos – dijo mirando a los ojos a
un par de comensales- hayan puesto palos en la rueda constantemente.
-Exigir
las cuentas claras no es poner palos en la rueda –respondió visiblemente
ofuscado el aludido- todavía hay muchos aspectos que no cierran en el
presupuesto.
-¡A
ver si nos calmamos! –terció otro asistente- Hemos venido a divertirnos,
después hablaremos de cuentas.
Durante
el resto de la cena, Alejandro Peskoff no dejó de provocar a sus críticos. A
medida que tomaba más vino y champán, los insultos se intensificaban. Al
finalizar, tuvieron que cargarlo entre dos hasta su camarote.
La
mañana siguiente les obsequió un cielo despejado. A pesar de que sus rostros
mostraban la resaca de la noche anterior, todos estaban listos en la cubierta para abordar las pequeñas embarcaciones que
los llevarían a una encantadora isla tropical.
Todos
menos Alejandro Peskoff. Había pasado más de media hora y no aparecía.
Finalmente, uno del grupo fue hasta su camarote y al cabo de un rato regresó
con el rezagado.
-¿Qué
les pasa, nunca tuvieron una mala noche?
Nadie
respondió a su bravuconada.
El
folleto a todo color en el asiento de la lancha detallaba la excursión: pasar
el día en una paradisíaca isla, regresar a las seis de la tarde y seguir viaje
hacia Rio de Janeiro. En un recuadro se advertía
que el crucero
no esperaría más del tiempo estipulado para zarpar. Almorzaron en un
chiringuito de la playa, con mariscos y abundante cerveza. Alejandro Peskoff no
hizo otra cosa que recordar anécdotas escolares que dejaban en ridículo a sus
compañeros. Corría el alcohol, pasaban las horas y ya nadie reía de sus
historias. Era muy tarde y uno a uno se alejó de él para regresar al crucero
antes de la hora de partida.
Esa
noche, durante la cena, todos recordaban
anécdotas de la infancia. Si bien lucían en sus rostros el cansancio de la
jornada de sol y playa, nadie abandonó la mesa. Continuaron la velada en uno de
los tantos cafés del crucero, porque el restaurante cerró sus puertas.
El
lugar de Alejandro Peskoff permanecía vacío. Esta vez nadie fue a buscarlo, tal vez
sospechaban que era en vano.
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