Redención

Me iba a costar una buena suma de dinero y aun así no pude contenerme. Apelé a todos mis trucos para regatear el precio al mercader, pero el viejo taimado conocía su oficio. ¡Es que era tan bella! La culpa amenazaba la negociación y recién se alivió al evocar el rostro viejo y amargado de Mercedes.

Ni siquiera hizo falta recurrir a engaños, regresé del puerto con mi nueva adquisición y al verla, mi esposa  comprendió su destino. Compungida, puso algunas ropas en su bolso y la acompañé hasta el barco de las mujeres para el último adiós.

Noelia, se llamaba. Era casi una niña, con toda la experiencia de mujer. De su mano exploré impensados caminos de lujuria. No me consideraba un anciano ni mucho menos, pero junto a ella rejuvenecía cada vez más. Parecíamos entendernos en profundidad a través de extenuantes maratones sexuales. Fuera de eso, era  imposible mantener una conversación, como si perteneciéramos a universos extraños.

No recuerdo cuánto tiempo pasó hasta el quiebre de la relación. Comencé a evitarla, cenaba solo, ya no salíamos de paseo por la tarde a contemplar la caída del sol, mucho menos frecuentar a mis amigos. Como si su presencia me avergonzara. El recuerdo de Mercedes comenzó a llenar esos espacios. Extrañaba nuestras extensas charlas frente al fuego del hogar. Su cálida mirada que parecía comprenderlo todo, sus gestos cómplices. ¡Cómo pude ser tan desalmado y abandonarla a su suerte con aquel vil mercader! La culpa era cada vez más intensa. Dejé de ir al trabajo hasta que fui despedido, y el alcohol se convirtió en mi único consuelo. Al borde de mis fuerzas, fui a buscar el barco de las mujeres, donde había cambiado a mi esposa por la joven Noelia. No había ningún rastro, sólo aquel viejo cartel:

Se cambian mujeres viejas por nuevas”.

A partir de entonces, día tras día, recorrí los muelles buscando una señal, algo que me permitiera reencontrarme con Mercedes. Por extraño que pareciera, eso me devolvió la paz, y comencé a sanar mi cuerpo y mi alma en pos del objetivo. Por fin, una mañana, el barco de las mujeres atracó descargando su codiciada mercancía, y reviví con horror aquella escena que arruinó mi vida. Me reconocí en los rostros desencajados de los hombres, compitiendo entre ellos, con miradas lascivas y manos rebosantes de billetes. Esperé a la noche, oculto en la bodega. Por la mañana zarparía con su carga de mujeres gastadas y viejas. ¿Hacia dónde  habían llevado a mi amada esposa?

Desperté con el dolor de los golpes en mis costillas. Antes de que atinara a reaccionar, me llevaron de los pelos hasta la cubierta junto con una veintena de hombres unidos por unos pesados grilletes en los tobillos. Recién ahí me di cuenta de que estábamos en alta mar. No supe cuánto duró aquella travesía, todos los días teníamos que lavar la cubierta bajo un sol abrasador, limpiar los camarotes y mantener el barco. Cuando estaba a punto de oscurecer, nos servían un guiso apestoso y dormíamos bajo las estrellas. Este tormento se repitió de sol a sol hasta que por fin arribamos a unas costas desconocidas. ¿Encontraría allí a mi esposa? Sólo nos quitaron los grilletes para bañarnos, afeitarnos y vestirnos con ropa nueva.

Descendimos en fila unidos por las cadenas, hasta subir a un estrado en pleno muelle. Frente a nosotros, unas mujeres de edad avanzada gritaban y nos miraban con los rostros desencajados y las manos llenas de billetes. 

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