Por algún capricho del destino me encuentro aquí, en el barrio de siempre, pero ya es de noche. Y todos saben que estas calles no son para caminarlas a oscuras.
El
día comenzó como tantos otros, salvo que los jueves hago mi guardia semanal. Mis
amigos me dicen que ya soy viejo para estar sin dormir tantas horas. Tienen
toda la razón, pero no puedo renunciar, es lo que me mantiene con vida desde
que María no está.
Lo
que más bronca me da, es que ni se la vio venir. Salía del banco como cada
semana, seguramente pensaba cómo pagar las cuotas vencidas del colegio, o la
factura del gas. El tipo de la moto la arrastró de la cartera que ella no
soltaba, como veinte metros. Las cámaras de seguridad registraron todo.
El
día comenzó como tantos otros, salvo que hoy es su cumpleaños, el primero que
paso sin ella. Mis lágrimas se confundieron con el agua de la ducha, primero de
a poco hasta terminar llorando a moco tendido. Por eso no escuché el teléfono
la primera vez. Cuando volvió a sonar ya estaba afuera, pero regresé en seguida.
No me pregunten por qué.
-¡Lo
tenemos, Ernesto!
Las
palabras sonaron raras, como con eco. Así y todo, pude reconocer al inspector
Villalba.
-¡Reaccione,
hombre! Anoche hicimos una redada y lo agarramos. Lo espero en la seccional
para la rueda de reconocimiento.
¡El
momento había llegado! Busqué un cuchillo en la cocina y salí para la comisaría. Era mi primera rueda de presos. De los tipos
de la moto sólo había visto parte de sus caras cubiertas por una gorra, lo que
alcanzaban a mostrar las cámaras del banco. En las películas los sospechosos
aparecían detrás de un vidrio espejado, pero acá el presupuesto no daba, así
que estábamos todos en el mismo salón, y nos separaba apenas una potente luz.
En cuanto pude enfocarme lo vi, en el centro del grupo. ¡Ramírez! No me
importaron un carajo los de la moto, era él. Parecía que me miraba a través de
la luz.
Ni
bien terminó la ronda volví al hospital. A los policías les dije que no
reconocía a nadie, que todo era muy confuso. Lo primero que hice al llegar fue
buscarlo en su puesto de trabajo, pero no había llegado aún. ¡Por supuesto que
no, estaba en la comisaría! Me cambié rápidamente y corrí a la guardia. Cada
tanto miraba para el sector de los camilleros, pero nada. ¡El muy hijo de puta
seguiría detenido! Como les dije que no lo había reconocido, tarde o temprano
tendrían que soltarlo. Sólo me restaba esperar a que Ramírez terminara su
turno, seguirlo hasta su casa y emboscarlo. Los policías son unos inútiles,
únicamente yo podría hacer justicia.
Caía
la tarde cuando llegó, con el rostro sombrío. Puso un par de excusas por su demora
y fue hacia su puesto. Cruzamos miradas, pero no mostró señales de haber notado
mi presencia en la seccional. Llegó la noche, y con ella el cambio de turno.
Esperé a que saliera y lo seguí.
Detrás
del hospital hay un barrio de edificios altos, todos iguales y sombríos. Parece
que vive allí. Camina muy rápido, casi tengo que correr para no perderlo de
vista. Al llegar a una cortada, miro para todos lados pero no lo veo. Agarro el cuchillo del bolsillo. Escucho un ruido detrás de mí.
-¿Por
qué me estás siguiendo?
Me
doy vuelta lentamente, Ramírez me mira asustado. No parece entender de qué se
trata.
-Fuiste
vos, hijo de puta. La mataste como a un perro.
-¿A
quién decís que maté, boludo? ¡No soy capaz de matar una mosca!
-¿Qué
hacías en la seccional, entonces, en la rueda de reconocimiento?
Me
mira extrañado, se hace el boludo. Me le tiro encima y le apoyo el cuchillo en su cuello.
-Esto
es por ella, no se lo merecía.
-No
busque más, inspector. Acabo de hacer justicia.
-¿De
qué carajo me habla?
-Maté
a Ramírez, el hijo de puta que asesinó a mi esposa.
-¡Qué
dice, infeliz? Acá tenemos al culpable. Varios testigos del robo lo
identificaron.
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