Siempre
estuvo afuera, en realidad. Afuera de su familia, afuera del colegio, afuera
del instituto. Desde el día que llegó a San Javier en una combi del juzgado,
ése que no olvidaría jamás. Venía de quedarse sin padres ni hermanos porque a
un juez se le ocurrió que no podían cuidar de él. Por ahí no pudieron en serio
¡Quién sabe! Ni bien pus3o un pie en ese hogar, cerró la boca y no la volvió a
abrir hasta que lo trasladaron. Durante tres años deambuló de hospital en
hospital, viendo distintos especialistas, y todos se encogían de hombros y
decían que había que esperar, que ya hablaría. Pero nunca habló, y al final se
acostumbraron. Tanto que dejaron de
reparar en su presencia, así que andaba
de aquí para allá por toda esa enormidad del San Javier sin que nadie lo
molestara. A la escuela no iba, total si no hablaba…
Una
tarde, al volver del médico, se encontró con otra combi esperando en la puerta
del hogar. Ni tuvo que entrar, sus cosas estaban en un bolso en el asiento
trasero. Creo que nadie se dio cuenta de que se iba. Lo trasladaron al Portal del cielo, otro hogar del que
había escuchado algo porque un chico del San Javier venía de allí. Ya tenía
ocho años y estaba cansado de no hablar, así que empezó a hacerlo. Y no paró;
hablaba en el desayuno, en el colectivo, en la escuela, en misa, hablaba solo y
también en sueños. Interrumpía a todos con su charla tediosa, y lo más curioso
es que no decía nada, sólo hablaba. Tampoco le importaba demasiado que le
respondieran, con que lo escucharan era suficiente.
No
duró demasiado la etapa de charlatán. Se dio cuenta, algo tarde, de lo que perdía por ser así. Los fines de semana
llegaban los voluntarios a buscarlos para pasar el día en sus casas con sus
familias. Al principio salía siempre, pero de a poco dejaron de venir por él.
El lunes pasó a ser el mejor día de la semana, todos iban a la escuela. Los viernes,
en cambio, eran una pesadilla. Veía como uno a uno de sus compañeros se iban
con esas familias o con los que buscaban adoptar y se quedaba solo. Como en San
Javier, los fines de semana tenía todo el hogar para él.
En El Portal estuvo hasta los quince, y lo
echaron por todos los líos que armó. Se quedaba con cosas que no eran suyas.
Decía que las encontraba o que eran regalos, por supuesto nadie le creyó. Lo
llevaron al psiquiatra, le dio una pastilla que le producía tanto sueño que se
la pasaba durmiendo: en el hogar, en la mesa, en la escuela, en la iglesia. Un
día dejó de tomarla y nadie se dio cuenta. Al final ni siquiera se la daban. Lo
trasladaron a un Hogar estatal que ni nombre tenía. ¡No pegaba un ojo del miedo!
Todos los chicos eran más grandes que él. Fumaban, tomaban cerveza, se drogaban
en los baños, hacían cosas raras. No sé cuánto tiempo pudo aguantar, pero
terminó fumando también.
Ahora
tiene dieciocho y se debe que ir aunque no sabe a dónde. Parece que la
provincia no tiene hogares para mayores, como si no existieran. Le hablaron de
una pensión a la que fueron varios de los “egresados”. Sin embargo, tal vez hace la típica, la de
todos. Roba algo por ahí para que lo arresten.
Casa
y comida no le van a faltar.
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