Una
tarde de primavera los vi, agarraditos de la mano. Conmovían la alegría
incontenible y el temor en sus miradas. ¿Qué tendrían; veinte, veinticinco
años? Los acompañaba el viejo Bermúdez, confirmando mis peores sospechas.
Parecía
que no alcanzaban a apreciar la real magnitud de lo que tenían entre manos. Con
un gritito agudo, ella se soltó y corrió hacia el fondo. No pudo llegar muy lejos:
los cardos bien altos le impidieron la entrada. Los intrusos husmearon un
poquito y regresaron al auto. Al rato se bajó Bermúdez, abrió el baúl del que
sacó una estaca y un cartel. Desde mi lugar no podía ver qué decía, pero no
hacía falta. Tenía los días contados.
Admito
que me relajé, habían pasado algunas semanas y nadie volvió por aquí. Una mañana
me despertaron las grúas y las palas mecánicas. Primero arrancaron con
brutalidad todos los cardos, después les tocó el turno a las ortigas y por
último a las flechas de agua. Para cuando terminaron, me habían dejado desnuda
mostrando impúdicamente mis arideces e irregularidades. ¡Logré conservar una
fila de orgullosos cipreses que cuidaban la retaguardia! Casi anochecía, las
pesadas orugas giraron quejumbrosas y se fueron tras el viejo Bermúdez. Juré,
por lo bajo, que esto no quedaría así.
Los
operarios miraban perplejos. Habían llegado con un camión mezclador y otro más
repleto de ladrillos, cemento y arena. El sol apenas asomaba y parecían no
advertir el rocío helado que empapaba sus ropas. Aun así, no se movieron un
centímetro, sin dar crédito a sus ojos. Lo que anoche habían dejado como un
terreno desmalezado y listo para erigir su horrible mole de concreto, esta
mañana aparecía nuevamente cubierto de cardos, ortigas y flechas de agua. Me
costó contener la risa ante la expresión de sus rostros. Llamaron urgente a
Bermúdez, quien pareció no sorprenderse en absoluto de semejante milagro de la
naturaleza. “¡Otra vez!” musitó mientras
me miraba amenazante. Les ordenó regresar los camiones y traer nuevamente las
orugas y las palas mecánicas. A él, ningún pedazo de tierra mugrienta le iba a
torcer el brazo.
Los
días sucedieron a las noches. Las orugas y las palas se retiraban al caer la
tarde dejando la tierra lisa como como la piel de un bebé, y por la mañana los
camiones con cemento y arena encontraban todo cubierto de cardos, ortigas y
punta de flechas. Detrás, los orgullosos cipreses parecían disfrutar del
momento.
El
fenómeno atrajo la atención del mundo entero, algo que no estaba en mis planes.
Lo que antes era un apacible prado frente a mí, se había convertido en un
hervidero de casas rodantes, equipos de filmación, periodistas y políticos.
Tras ellos, Bermúdez sonreía, taimado. Sería cosa de ver quién aguantaba más. Yo
no tenía mucho que perder salvo la tranquilidad. Ellos, todo.
Después
de varios meses, todos se hartaron del monótono espectáculo y se fueron con sus
casas rodantes y sus equipos de filmación en busca de nuevas noticias. Sólo
quedó la parejita, y por supuesto, Bermúdez. Los tortolitos no tenían por qué
saber que el asunto con ese viejo testarudo venía de hacía mucho, y tampoco
parecía importarles. Pensándolo bien, a ellos nunca los noté afligidos por todo
este lío, más bien lo contrario, parecía que disfrutaban aquella mutación
diaria.
Una
mañana, en lugar de observar cómo crecían por enésima vez los cardos, las
ortigas y las flechas de agua, decidieron cruzar. Amablemente, le pidieron a
Bermúdez que retirara sus orugas y sus palas mecánicas; y si podía, que hiciera
lo mismo con su propia humanidad.
Una
vez solos, extendieron una pequeña manta en un claro que había entre los cardos
y se recostaron sobre ella. Se los veía felices y hablaban animadamente. Sólo restaba
decidir dónde construir su morada; entre los cardos, las ortigas, o las flechas
de agua que crecían bajo los orgullosos cipreses del fondo.
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