Infierno






Lunes

Me bajo del auto en el mismo instante en que lo hacen mis vecinos. Trato de no mirarlos, pero es demasiado tarde. Me saludan alegremente.

¿Cómo pueden estar tan felices, o sólo aparentan? Los imagino en su casa de película, cuidadosamente decorada, donde cada cosa está en su lugar, nada falta ni sobra. Los puedo ver, como si estuviera allí, disfrutando de un asado familiar en el jardín donde se nota la mano de algún paisajista.

Los escucho hablar de lo maravillosos que son sus hijos, de sus excelentes calificaciones, de cómo ayudan a los compañeritos quienes, pobres, no tienen su misma inteligencia.

Los envidio. Aunque todo lo que muestran vaya a contramano de mis valores. No me interesa, quiero ser como ellos, formar parte de ese círculo mágico y exclusivo, un rato al menos. Y no tener que lidiar con Marta.

Estoy frente a la puerta, con las llaves en la mano. ¿Y si me fuera a la mierda? ¿Qué pasaría si tuviera los huevos para escapar de esta mísera realidad y andar por la vida sin problemas, como mis vecinos?

Dejo las fantasías bajo el felpudo y abro la puerta de un tirón.

-¿Trajiste algo para comer? –se escucha desde el fondo.

-¿No ibas a preparar algo vos? Como temía, no se movió de la cama desde que me fui.

-Llamó tu mamá, quiere que vayamos el domingo. –dice con voz quejumbrosa mientras viene por el pasillo. Puedo adivinar la tormenta que se avecina, mejor cambiar de tema.

-¿Qué linda estás hoy! ¿Fuiste a la peluquería?

-No me escuchaste, llamó tu vieja.

-¿Tenés ganas de ir? Hace mil que no vamos. En el mismo instante que lo dije, me arrepentí.

-¿Después de lo que pasó la última vez, vos estás loco? ¡La mosquita muerta de tu cuñada me refregó todo el tiempo su panza de seis meses! ¿Qué culpa tengo yo de no quedar embarazada como ella? ¡Claro, me falta el chongo de veintitantos al lado!

Lo dice mirándome con desprecio. Aun así, resisto la estocada.

-Encima, seguro que van tus hermanas con esos pendejos maleducados que no hacen otra cosa que gritar como bestias. ¿A vos te parece que me puedo sentir bien en medio de todo eso?

Voy a la cocina mientras escucho de fondo la cantinela interminable. Una pila de platos sucios me saca las ganas de preparar algo. Pido comida china y me clavo los auriculares, un poco de Bach para acallar la furia. Pienso en los vecinos. ¿Ellos tendrán que enfrentar a sus esposas como yo? Posiblemente los reciban con un whisky, los escuchen fingiendo interés por las intrigas de la oficina, mientras la mucama anuncia que la comida está lista.

-¡Otra vez comida china, no tolero los arrolladitos primavera!

Tira el plato con violencia y se va al dormitorio. Junto los restos del piso y se los doy al perro. Al rato me acerco a verla. Está acostada, llorando. Cuando me ve me abraza muy fuerte. Trata de hablar pero los espasmos se lo impiden, como a un chico.

-¡Perdoname! –balbucea entre sollozos- sos un santo, me aguantás todas. ¡Te juro que trato de estar mejor, pero no puedo!

-Acá tenés las pastillas de la noche –le indico el recipiente de plástico dividido en los días de la semana- hoy es lunes.

Me quedo con ella hasta que se duerme.

 

Martes

Llego a la oficina con el tiempo justo para un café antes de la presentación. Con el quilombo de anoche no pude repasar mi charla. Así y todo, la cosa no va tan mal. A medida que voy hablando noto el interés, como si realmente yo existiera. Comienzo a sentirme uno más, me permito hacer algunos chistes que les encantan. Casi los tengo en el bolsillo,  hasta que mi secretaria toca la puerta de la sala de reuniones.

-¡Llamada urgente para usted! –me dice, alarmada.

Llego al teléfono con el último aliento, debo hacer una pausa antes de atender. La voz se escucha como pastosa, y no se entiende mucho lo que dice.

-¿Qué hiciste…? ¿Cuántas tomaste…? ¿De cuáles?

Recorro la distancia hasta el hospital en apenas unos minutos, haciendo caso omiso al límite de velocidad. En la sala de espera me recibe su madre con cara de circunstancia. Al rato sale la enfermera.

-Con el lavado gástrico rescatamos varios comprimidos sin digerir. De todos modos, ya viene el psiquiatra.

No es la primera ocasión que hace esto. A decir verdad, perdí la cuenta de las veces que salí corriendo al hospital, como hoy. Y siempre con el corazón en la boca. Cuando no tomaba pastillas, se acostaba en las vías del tren o amagaba con tirarse del balcón. Al cabo de un tiempo dejé de creer que se quería matar, me di cuenta que lo hacía para llamar la atención. Pero siempre reacciono como aquella primera vez.

Los enfermeros ya nos conocen. Ella al principio parece aliviada, se entrega dócilmente. Pero en un par de días comenzará la batalla para que la dejen salir. Vuelvo a casa, esta vez en silencio. Disfruto de ese lapso de tiempo en soledad, donde hago lo que quiero. Fantaseo con que no salga nunca más de ese lugar.

 

Domingo

Llega el fin de semana después de unos días de paz. Marta continúa en la clínica, el psiquiatra dice que no está en condiciones de irse.  Me permito pasar una tarde en familia. Llego a lo de mis padres justo para almorzar. Nadie se traga lo de la gripe de Marta, pero tampoco saben lo de la internación. Consigo distraerme con las anécdotas de la infancia, mis hermanas se burlan de mí y mis ex novias. Hasta que recordamos el momento en que la conocí. Se borran las sonrisas y cambiamos de tema. En el viaje de regreso a casa pienso qué le vi, por qué me enamoré de ella. Cuando llego recojo la correspondencia y veo una invitación de un nuevo vecino del country. Llamo para avisar que iré, las oportunidades de ser uno de ellos no abundan.

Hacía mucho que no me vestía especialmente para un evento como éste, pero hoy quiero pasarla bien. Llego puntual, y aun así la  mayoría de ellos ya están allí. Tenemos un trato cordial pero distante, típico del barrio. Sigo amortizando la presunta gripe de Marta, en definitiva no les importa demasiado. Serán los gin tonic que me clavé, pero me olvido completamente de ella. Me convierto en un vecino más, las mismas ideas, los mismos comentarios, los mismos gustos.

Estoy a punto de regresar a casa cuando veo llegar a Rosario. Me habían comentado que estaba separándose, tal vez por eso no la reconocí. Nada que ver con la que yo recordaba. La de hoy es una fiera en celo. Cambio mis planes para esta noche.

 

Martes

Vuelvo de la oficina, exultante. Soy el primero en ventas este mes, y la relación con Rosario no podría ir mejor. Desde la noche de la fiesta no duermo por casa, aparezco apenas para una ducha y cambio de ropa. ¡Ahora sí soy uno de ellos! Me invitan a todos lados y se desesperan por mis consejos comerciales. Giro la llave pero la puerta ya está abierta. Entro despacio, está todo oscuro. Escucho un grito seguido de un dolor lacerante en mi cuello, como si me hubieran arañado. En cuanto puedo encender la luz, la veo a Marta, fuera de sí, con las uñas ensangrentadas. Unos pasos más atrás, su madre trata de contenerla.

-¡Sos un hijo de puta! ¡Mientras estaba internada te acostabas con otra!

-¡No es así, mi amor! ¡Tranquilizate, te lo puedo explicar!

Me lleva horas convencerla, primero a los gritos, después un poco más cerca hasta poder abrazarla y contener su furia.

-Perdoname, imaginé cualquier cosa. -dice entre lágrimas- eso me pasa por escuchar a los de vigilancia.

-No te preocupes, todo va a estar bien. Acordate de tomar las pastillas, mirá que ahora te agregaron estas otras –le digo, alcanzándole otro estuche que llevaba en mi bolsillo.

Se duerme en mis brazos después de un buen rato. La arropo con delicadeza y despido a mi suegra.  Voy para la cocina justo cuando suena una bocina.

Es Rosario, puntual como siempre.

 

 

 

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