SUPLEMENTO DOMINICAL

 






Les regaló los mejores años de su vida, y ni se dieron cuenta.

Mientras guardaba sus pocas cosas en esa horrible caja de cartón, Estela Kupfmann recordó el día que pisó la oficina por primera vez, apenas cumplidos los veinte. Recién egresada de la escuela de periodismo con el mejor promedio -en esa época creía que las calificaciones eran algo importante-, llegó de Apóstoles, un pueblo con ínfulas de ciudad pegadito a Posadas.  Sus padres, unos pobres inmigrantes polacos, tuvieron que hacer grandes esfuerzos para que pudiera estudiar en Buenos Aires.

Secó sus lágrimas con el pañuelo anudado en el cuello, que hacía juego con su trajecito sastre, el mismo estilo desde sus primeros días en el diario. Era consciente de las burlas de las empleadas más jóvenes, pero no le importaba. Incluso guardaba un dibujo que alguien había hecho de ella con su típico atuendo y lo había colgado en la sala de café, porque le pareció gracioso. Con un conjunto similar enfrentó a Emilio R., el temido jefe de redacción, en su primera jornada de trabajo en el diario. Ingenuamente había creído que iban a encargarle una historia, o al menos que acompañaría a algún periodista experimentado en una entrevista. Su destino, durante muchos años, fue el lúgubre subsuelo donde funcionaba el archivo.

Una tarde conoció a Julio R., quien no era otro que el hijo del jefe de redacción.

-Mi viejo quiere que empiece desde abajo –bromeó con el juego de palabras- por eso me mandó al subsuelo.

A partir de ese día no pudieron separarse, aún frente a la férrea resistencia de Emilio R. Quien no la conociera, podría pensar que era una trepadora, porque en menos de lo que canta un gallo, Estela Kupfmann se convirtió en la flamante editora del suplemento dominical. Y supo sostenerse con estilo en tan importante cargo. Su trajecito sastre fue el símbolo  de la moda y la vida familiar de Buenos Aires de los años setenta. Viajes, congresos internacionales, y toda clase de eventos de la alta sociedad contaban con su presencia.

Pero llegaron los hijos –pensó Estela mientras descolgaba la foto familiar y la ponía en la caja junto con el maquillaje- y en esa época, la maternidad y un puesto ejecutivo estaban lejos de ser compatibles. Comodidades no le faltaron, hasta el viejo Emilio R. parecía haberse ablandado un poco con la llegada de su primer nieto. Conservó su puesto, no la degradaron con una tarea de menor jerarquía. Peor que eso, con el pretexto de que el embarazo debilitaría sus fuerzas, una joven asistente comenzó a ayudarla. Marcela H., se llamaba. Era hermosa, con una penetrante mirada que parecía absorber todo a su alrededor.  Así y todo –se prometió Estela a sí misma- no permitiría que la doblegaran. Continuó con sus responsabilidades al frente del suplemento aunque sus fuerzas decaían a medida que avanzaba su embarazo. Por el contrario, Marcela H se veía cada vez mejor, más decidida, a medida que  Emilio R. le daba mayores atribuciones. Estela compartió sus temores con Julio R., pero éste sólo tenía oídos para lo que se relacionara con su hijo por venir.

Llegó el ansiado día, y por un tiempo fueron puras satisfacciones. Su suegro estaba mucho más complaciente y afable con ella, y parecía obnubilado por Bruno R., su flamante nieto.

-No te preocupes por el suplemento –le decía-, Marcela H. se encarga de todo, y lo hace muy bien.

Pero Estela se preocupaba, y mucho. Con el correr de los meses, y a medida que el pequeño Bruno dejaba de ser un bebé, percibía cierta incomodidad en Julio R. y su padre cuando tocaba el tema del trabajo. Convencida de que nada obtendría de ellos, una mañana dejó a su hijo con la niñera y se presentó en la redacción. ¡Marcela H. ocupaba su antiguo despacho! De nada sirvieron sus reclamos, a nadie parecía importarle. Interrumpió su licencia a pesar de las protestas de su marido y al regresar, le adjudicaron una pequeña oficina sin ventanas, muy cerca del subsuelo.

¿Cuál había sido su crimen para merecer semejante castigo?

Si bien continuaba percibiendo la remuneración anterior, nadie reparaba en su presencia. Esperó en vano que le encargaran alguna tarea, pero sus aportes para el suplemento dominical no eran tenidos en cuenta. Esta rutina la hundió en una profunda depresión, hasta que, en un momento de lucidez espiritual, decidió hacer algunos cambios.

Su eterno traje sastre devino en un estilizado conjunto deportivo con el que comenzó a correr todas las mañanas por el parque frente a la redacción del diario. Al cabo de un tiempo, las marcas que el embarazo había dejado en su cuerpo desaparecieron dejando lugar a una atlética figura. La que se veía algo desmejorada, era Marcela H.

-Las responsabilidades de ser editora del suplemento dominical –le dijo a Estela cuando subían en el ascensor- están arruinando mi cuerpo.

-¿Por qué no me acompañás a correr por las mañanas?

Marcela H. asintió mientras sus ojos recorrían admirativamente el cuerpo de su antigua jefa.

-Pensé que me guardabas rencor.

En absoluto –respondió Estela- ¿Por qué haría tal cosa?

Nadie daba crédito a lo que veía. Estela y Marcela H. se convirtieron en íntimas amigas, y no sólo compartían las mañanas de ejercicio. Emilio y Julio R. estaban felices de que Estela haya recapacitado y asumido su lugar en la empresa. Incluso le ofrecieron mudarla de su oscura oficina, pero ella se negó, alegando que su función no era tan importante como la de Marcela H.

Ese viernes, las dos amigas tenían previsto asistir a una maratón para la que se venían preparando desde hacía mucho. Estela programó su celular con un circuito especial para la carrera y lo guardó junto a una pequeña botella de agua que había enfriado unas horas antes. Cerró la puerta de su casa con cuidado de no despertar a Bruno y Julio R. y salió en busca de Marcela H.

 

Terminó de colocar sus objetos personales en la caja. Tomó en sus manos la pequeña botella de agua que le había obsequiado a Marcela H. en la competencia del viernes pasado, porque su amiga no encontraba la suya, aunque juraba que la había puesto en su mochila antes de salir de su casa. Borró el circuito alternativo de la maratón que había programado en su celular y lo guardó junto a las otras pertenencias.

Alisó con sus manos el trajecito sastre que ahora ajustaba su silueta y echó una última mirada a su pequeña oficina cerca del subsuelo. Tomando la caja, pasó por su antigua oficina de editora del suplemento dominical, en cuya puerta colgaba un crespón negro.

 

 

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