-¿Cuánto
me queda, entonces?
Termino
de pronunciar esas palabras y cierro la boca, avergonzado. Siempre consideré
una ingenuidad ponerle un plazo a la vida. ¿Un año? ¿Un mes? ¿Quién podría dar
una respuesta?
Sin
embargo, lo único que pasa por mi mente es saber, con la mayor exactitud,
cuánto tiempo me resta de vida. Nada más importa. Agustín me mira
condescendiente, y eso duele. Está sentado en mi escritorio, frontera entre los
saludables y los muertos vivos. Pero ahora yo estoy del lado equivocado, después
de ocupar durante años el otro. Curioso, parece que mi asiento estuviera más
bajo, tengo que levantar un poco la vista para hablarle. No parece, está más bajo. Cuando habíamos diseñado el centro médico,
la decoradora mencionó la superioridad que produce la diferencia de altura, o
algo así. Ninguno de los dos le dio importancia en ese momento, pero ahora me
hace sentir un nene dando explicaciones a su papá.
La
idea del centro médico se me había ocurrido a mí. Con Agustín estudiamos juntos
toda la vida, desde jardín de infantes. Una tarde de otoño, cuando estábamos en
quinto grado, supe que iba a ser médico. Así, de golpe. No fue una revelación
ni inspiración divina. Simplemente lo supe, como si lo hubiera sabido durante toda
mi corta vida.
-Entonces,
yo también voy a ser médico- dijo Agustín, y a los dos no pareció lo más
natural del mundo.
Está
moviendo los labios, pero no escucho nada. Gesticula mucho. De a poco voy
percibiendo los sonidos.
-Los
últimos papers, -¡Papeles, boludo, qué
papers!, tengo ganas de decirle- muestran una recidiva del doce por ciento
con la quimio.
Con
un gesto le pido que pare. Lo descoloco, parece que tenía el discursito
preparado. Se nota que no sabe qué hacer, y en su mirada aflora la desazón.
-Guardate
la explicación berreta para tus pacientes. ¿Cuánto?
-No
sé, es difícil predecirlo.
Me
recuerdo a mí mismo detrás de ese escritorio, comenzando la lúgubre negociación
con mis pobres murientes. Un tira y afloje del almanaque. Comprendo que es al
pedo, Agustín nunca me va a decir cuánto tiempo me queda de vida, aunque lo
sepa. Miro las paredes del consultorio, blancas, impecables. Las cortinas que
había elegido Lucrecia, el grabado moderno detrás del escritorio. Las zaleas
almidonadas de la camilla, la balanza, las luces dicroicas, la pared cubierta
de diplomas. Mi pulcro universo durante treinta años, tan aséptico, tan seguro.
Me levanto y le pego un abrazo de ésos, y nos ponemos a llorar.
Al
salir, camino unas cuadras hasta Callao. Es una tarde estupenda, pero no me
sirve. Un mes atrás, no le hubiera dado la menor importancia al clima, salvo los sábados para
jugar al golf. De lunes a viernes, mi mundo era el hospital por la mañana y el
centro médico a la tarde hasta bien entrada la noche. Volvía a casa hecho un
despojo, no recuerdo la última vez que cené junto a Lucre y los chicos.
Camino
despacio, como si recién aprendiera a hacerlo. Primero un pie, después el otro.
Con cada paso percibo sensaciones nuevas para mí. Me acuerdo de esos gurúes
mediáticos medio chantas que dicen que uno tiene que agradecer el rayo de sol
por la mañana, hablarle a las plantas y otras boludeces. Había uno que decía
que tenemos que aprender a respirar. ¡Si no supiéramos hacerlo estaríamos
muertos! Pero… ¿Si era yo el básico que no entendía nada? Todas esas cosas que
se me antojaban patéticas, ahora parecen cobrar sentido. Hasta hoy, de lo único
que hablaba era de mi trabajo. Devoraba aburridísimos artículos científicos –papers, diría Agustín- para estar
actualizado. Me decía a mí mismo que así le ofrecía el último adelanto de la
ciencia a mis pacientes, que lo hacía por ellos. ¡Mentira! Nunca fue así,
recién hoy puedo verlo.
Llego
al barcito de Callao y Quintana y me siento en la mesa de siempre. El mozo me
mira extrañado, no es la hora del almuerzo.
-¿Qué
pasó, doc, se le curaron sus pacientes?
Pongo
mi mejor sonrisa forzada y pido un café negro. En la mesa de enfrente, una
señora me mira como preguntándome “¿Cuánto te queda?” Termino el café de un
sorbo y me quedo frente a la hoja en blanco, igual que los escritores. ¿Se
supone que haga una lista de las cosas pendientes, tipo “las cien películas que
debe ver antes de morir”? Trato, pero no se me ocurre nada, o las que pienso
son tan infantiles que me avergüenzan. Sin previo aviso, se abre el piso bajo
mis pies. Entro en caída libre y parece que no voy a parar más. Será un cliché,
pero me pasa la vida frente a mis ojos. A los pedos. Cada tanto, la película se
enlentece y me deja ver un poco. Mi vieja llevándome a hacer las compras, un
examen de la facultad, la primera encamada con Lucre, el nacimiento de los
mellizos. De golpe, se frena. Y allí estoy, con un papel estrujado entre las
manos, tratando de comprender lo que entiendo a la perfección. La misma
sensación que dejan esas películas de mierda, ésas en las que no pasa nada, que
terminan en el momento menos imaginado.
¿Esto
era vivir? ¿Para qué? Una vez escuché a un filósofo que decía que nacíamos para
morir, y que lo que cada uno hiciera en el medio, marcaba la diferencia. Tiene
sentido, pienso mientras intento descubrir qué había hecho yo con mi
entretanto. Y sólo veo diplomas, cátedras, honorarios. No puedo rescatar nada sólido
en ello. ¿Quién perderá con mi muerte? ¿Qué vida se desgarrará con mi ausencia?
Las de Lucre y los chicos, seguramente no.
Lo
peor -o lo mejor, a esta altura no lo sé- es que me siento fenómeno, listo para
la maratón de los 20 kilómetros. No me duele nada. Me iba a hacer una cirugía
plástica, una liposucción para sacarme estos salvavidas que me acompañan desde
la infancia. En la radiografía que me pidió el cirujano apareció esa mancha. Y
ahí me di cuenta de lo paranoico, hipocondríaco y cagón que soy. Mi mente
volvió al tercer año de la facultad y recordé todas las clases de tumores
malignos y cómo se diseminaban por el cuerpo. Lo primero que pensé fue en
llamar al jefe de oncología del hospital, pero me contuve, no quería que nadie
supiera qué me pasaba. Conozco las miradas que reciben por los pasillos los
muertos-en-vida, no gracias. Entonces le conté a Agustín ¿A quién más?
Me
acuerdo –tarde- de que había quedado con Lucre en pasar a buscar a los mellizos,
así que pago el café y corro a buscar el auto. Suena el celular. La secretaria
del centro médico me dice que tiene al señor González esperando desde hace más
de una hora, y que hay varios pacientes acumulados en la agenda. Se la nota
nerviosa, nunca en los años que trabaja allí había sucedido eso -dice. Tengo
ganas de gritarle que me chupan un huevo González y los demás, que estoy para
otra cosa. En vez de eso, le pido que cancele los turnos del día, es una
emergencia. Corto escuchando sus protestas reprimidas. Cuando llego al colegio veo que los chicos son
los únicos esperando en la escalera de la puerta, junto a una maestra con cara
de culo. Como un deja-vu, me viene la
imagen de otra llegada tarde, hace siete años. Esa mañana Lucre había empezado
con contracciones y yo estaba de guardia desde la noche anterior. Le dije que
se tomara un taxi al sanatorio y nos encontrábamos allí. Pero mi reemplazo
nunca llegó, y lo único sagrado en la vida de un residente es la guardia y
jamás puede ser abandonada. Por lo menos así lo creía en ese entonces. Cuando
finalmente llegué, estaban los mellizos en sus cunitas y Lucre con la misma
cara de culo que la maestra.
Juana
me ve, pasa a mi lado sin saludarme y sube al auto, refunfuñando. Marcos, en
cambio, viene corriendo y me abraza como si no nos hubiéramos visto en años. Le
pido disculpas a la maestra caracúlica y encaro para Núñez. Miro a los mellizos
por el espejo retrovisor, tan diferentes que no parecen hermanos.
-¡Cuidado,
papá! –grita Juana.
Freno
apenas a unos centímetros del auto de adelante.
-Mamá
tiene razón, sos un desastre manejando.
Es
mi maldición, como una sucursal en miniatura de mi mujer. Los mismos gestos,
las mismas quejas.
-¿Y
ahora qué te pasó? ¿Por qué llegaste tarde esta vez?
No
le pienso dar explicaciones a esta pendeja insolente. Marcos, al lado, duerme
plácidamente. Desde chiquito, tiene el don de subirse a un auto y dormirse enseguida.
Vuelvo a mirarlos, esta vez con un ojo clavado en el camino. ¿Qué será de ellos
cuando…? No puedo terminar la frase, me agarra una angustia tal que tengo que
arrimar el auto a la vereda. Los chicos están pálidos del susto mientras me
aflojo el nudo de la corbata y voy recobrando la calma.
-Ni
una palabra de esto a mamá, ya se me pasó.
Juana
me mira con esa satisfacción femenina de saberse guardadora de secretos, pero
no puede ocultar su preocupación. Marcos vuelve a dormir. ¿Tengo que decirles
algo? ¿Y a Lucrecia? Se me aparece una lista de gente a la que tendría que
avisarle y pienso en sus reacciones. Me imagino que se formarían dos bandos:
uno que se alegraría y el otro que no. Empiezo a colocar gente en cada uno y
freno enseguida, el primer grupo crece mucho más que el segundo. ¿Y si no le digo
a nadie, me la juego callado y un día, chau? Así me ahorraría la lástima, la
suavidad forzada. Pero me perdería las reacciones de todos ante mi inminente
partida. No tengo bien claro este tema del más allá, de qué carajo pasa una vez
que morimos. La teoría es fácil: el alma se separa del cuerpo y enfila para el
cielo, el infierno o el purgatorio, según cómo nos hayamos portado. Años de catequesis.
Me acuerdo de esos fantasmitas berretas que aparecían gritando en Ghost para llevarse a los que morían.
Cuando se llevaron a Patrick Swayze eran de lo más buenitos, blanquitos y hasta
parecía que cantaban. Cuando le tocó morir al socio malvado que le quería
soplar a Demi Moore, vinieron unos demonios negros que se lamentaban a los
gritos, no hacía falta adivinar para dónde agarraría viaje cada bando de
fantasmas. No estoy seguro si al final voy a poder ver desde abajo o desde
arriba las caras de mis deudos, ni si llorarán a los gritos o en silencio, si
es que lloran.
Llegamos
a casa. No se pueden quejar, les dejo un PH de la san puta, además de la quinta
de Pilar. Tengo que arreglar un par de asuntos para que no les quede un quilombo
financiero. Ni bien entramos, el olorcito a mi guiso preferido me cambia un
poco el ánimo. Parece que Lucre percibió algo, porque me mira raro. ¿El boludo
de Agustín habrá abierto la boca? No dije palabra durante la cena, pero no
habrá sido la primera vez. Esta noche no cogemos, hacemos el amor. Y como
nunca. Lucre me mira intrigada, pensará que le estoy metiendo los cuernos, que
ando con culpa.
Me
duermo con sensaciones raras. Sin miedo, pero con ganas de más, con la
decepción de no poder mirar más la vida con ojos de chico. Con la pregunta
resonando:
¿Cuánto?
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