Quique











Salimos más temprano que de costumbre, teníamos que pasar por el colegio de Quique antes de ir a nuestros trabajos. Ya había perdido la cuenta de las veces que tuvimos que acudir al llamado urgente de sus maestras.

-¿Ahora qué hizo?

-Ni idea, debe ser por lo de siempre.

-¿Le preguntaste qué pasó?

-Para qué, si se hace el boludo. Según él, nunca tiene la culpa de nada.

Puse la radio del auto. Ni ganas de defenderlo, tenía. A decir verdad, hacía años que había tirado la toalla en el asunto de Quique. Y no es que nunca haya intentado nada, al principio me angustiaba un montón, me desesperaba. Marcela también. Los primeros años nos cansamos de recorrer consultorios buscando respuestas. Neurólogos, psicólogos, psicopedagogas, y seguía la lista. Llegó un momento que el único tema de conversación eran sus problemas.

¿Y cuáles eran? Jamás lo supimos. Nadie pudo darnos una respuesta que nos sirva, que nos traiga un minuto de paz. La primera vez que nos citaron fue en salita de tres. ¡Tres años y ya nos llamaban la atención sobre nuestro hijo! A esta altura ni me acuerdo por qué era, pero la directora del jardín de infantes estaba escandalizada. Nos había dicho que si no consultábamos a un psicólogo no podía volver.

Como buen hijo de militar, fui criado en un ambiente donde la palabra psicología era tan mala como la peor puteada, y obviamente, estaba prohibida. La sola idea de revelarle los secretos familiares a un desconocido era suficiente para provocarle un ataque de nervios a mi viejo. Por eso, mi primera reacción fue la de cuestionar la opinión de la directora del jardín.

-¿Está loca esta mina? ¿A vos te parece, un bebe de tres años al psicólogo?

Marcela no dijo nada, pero estuvo de acuerdo en no hacer ninguna consulta y sacarlo del jardín. En casa estaría mejor.

Pero no estuvo mejor. Cada vez que le decíamos que no, estallaba. Gritaba como si lo estuviéramos degollando, tiraba todo, golpeaba todo. Después le había dado por pegarse la cabeza con los puños o contra la pared. Pero ahí no lloraba ni gritaba, y su silencio era peor.

Así que fuimos a la búsqueda del profesional. La obra social nos envió a un admisor, que era como un pre-psicólogo. Tuvimos que contarle con pelos y señales, no sólo lo que le pasaba a Quique, también qué nos pasaba a nosotros, entre nosotros, y con nuestros padres. Todo para derivarnos a una psicóloga a la que tuvimos que contarle nuevamente todo. No tendría más de veinticinco años, podría ser hija mía. Por más que hacía esfuerzos para parecer adulta, yo no podía dejar de verla como a una nena. Finalmente, nos dio un turno para evaluar a Quique.

Ignoro qué tipo de evaluación sería, pero el pibe le destruyó el consultorio. Cuando terminó la sesión, la psicóloga, desencajada, nos mandó a ver un neurólogo, previa indicación de un  electroencefalograma y análisis de sangre.

-No sé qué le pasa, pero a este chico hay que medicarlo –dijo con la voz entrecortada por la agitación.

El neurólogo estuvo de acuerdo, y le indicó un medicamento. Nos dijo que tenía hiperactividad. Hizo el diagnóstico sólo con un cuestionario que su secretaria nos pidió completar en la sala de espera. Al nene no lo revisó, prácticamente ni lo miró. Salimos de su consultorio con más dudas que antes. Pero comenzamos a darle el remedio, y mágicamente, a los pocos días, Quique era otro chico. Las maestras no lo podían creer, y nosotros tampoco. No lloraba más, ni se descontrolaba, y hacía caso en casi todo. Lo único malo es que dejó de comer, pero como estaba un poco rellenito, no le dimos importancia.

Pasaron unos meses y volvieron los problemas. Nuevamente comenzó a golpearse cuando se frustraba por algo, nos trataba mal, se peleaba constantemente con sus compañeritos. El neurólogo le aumentó la dosis, pero el efecto le duró muy poco. Entonces sugirió cambiar la medicación y le dio un antipsicótico. No dábamos crédito a sus palabras, jamás se nos hubiera ocurrido que un chico que recién había cumplido los cuatro años tomara un antipsicótico. Huimos despavoridos del consultorio.

Cuando no tenía esas crisis, Quique era un chico adorable, sensible y generoso. Los adultos que lo conocían no podían creer que tuviera ningún problema. Pero los episodios se volvieron cada vez más frecuentes. Una amiga nos recomendó una psicóloga infantil. Fuimos a verla y nos pareció muy razonable, por lo que le confiamos la atención de Quique. Nos manifestó que no presentaba ninguna enfermedad, simplemente tenía que resolver algunos conflictos. Y dijo que yo era una especie de hombre de las cavernas que atormentaba a mi hijo, y Marcela lo sobreprotegía. A los pocos meses de atenderlo, nos avisó que dejaría de atenderlo, que el niño requería la atención de un psiquiatra, que ella no podía más.

Ese día decidimos parar la mano. No lo llevamos más a nadie. Estábamos agotados. En la cena hablamos con Quique y le dijimos que no se preocupara, que no le pasaba nada malo, y siempre lo íbamos a querer mucho. Antes de acostarme, fui a la biblioteca y abrí un libro cualquiera.

Las palabras de Galeano me impactaron, parecían escritas para nosotros:

“… No hay dos fuegos iguales. Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. Hay fuegos grandes y fuegos chicos. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tanta pasión, que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca se enciende.

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