El salmón

 








Desde cierta perspectiva, yo fui el culpable.

Carlos era un tipo bastante hosco, extremadamente tímido. Siempre nos preguntamos qué atractivo le veían las mujeres, quienes no paraban de zumbarle alrededor aunque él ni se diera cuenta. Tampoco era muy agraciado; más bien bajo, morrudo, con una incipiente pancita.

Tenía un aburrido trabajo en una oficina ministerial, con el que apenas podía subsistir. Cierta vez le pregunté, y aún hoy me arrepiento, de qué trataba su labor. A la hora y media de una anodina descripción, yo estaba al borde del desmayo. Eso sí, algo le apasionaba a fin de cuentas: la música de Andrés Calamaro. Se ufanaba de ser poseedor de todos sus discos, un récord posiblemente compartido con centenares de personas. A quien no tuviera los suficientes reflejos para una pronta huida, Carlos le cantaba, desafinando tanto como el famoso autor, alguno de sus temas. No sólo eso; respondía a cualquier cuestión con alguna divertida cita de Calamaro.

Aunque pareciera extraño, estaba casado. Nunca conocimos a su mujer, y él jamás hablaba de ella. Parece que tenía dos hijos, pero tampoco los mencionaba.

¿Por qué creo que soy culpable de lo que sucedió? Es sencillo: yo le presenté a Emilia.

Era el extremo opuesto; divertida, locuaz, ocurrente. Imposible ignorarla, siempre en el centro de la escena. También estaba casada, pero a diferencia de Carlos, no hacía otra cosa que hablar del marido y de sus dos hijos. Todos sabíamos cuántas materias se llevaba el menor, y con qué chica estaba saliendo el más grande. Ella sí tenía un trabajo genial; encargada de relaciones públicas del club nocturno más exclusivo de la ciudad. No había famoso que no pasara por su despacho en busca de consejos; con quién salir esa noche, cerca de quién aparecer en las fotos de las revistas de moda, qué conjunto ponerse para esa fiesta tan importante. Y uno de esos personajes de la noche porteña, era Andrés Calamaro.

Emilia conocía vida y obra del genial rockero desde la adolescencia en Los Abuelos hasta la actualidad, pasando por su etapa europea con Los Rodríguez. Tarde o temprano, Carlos se enteraría.

¿Cómo es que terminé involucrando entre sí a dos seres tan diferentes?

Lejos de pretender arruinar sus familias, mi intención era de lo más loable. Como director de una fundación que asiste a gente en situación de calle, siempre estoy en la búsqueda de  voluntarios. Por pura casualidad, ellos coincidieron en la recorrida de los jueves. En un principio, se ignoraron completamente. Emilia ni siquiera había reparado en él, y Carlos detestaba su personalidad extravagante. Hasta que luego de unos meses, en la radio de la vieja combi con la que hacíamos las recorridas, sonó el salmón. Y no hablo del exquisito fruto de mar.

“Quiero arreglar todo lo que hice mal, todo lo que escondí hasta de mí…”

La pegadiza canción de Calamaro sonaba en la radio y en las gargantas de Carlos y Emilia quienes acompañaban a viva voz, desafinando por igual. A partir de ese instante, no dejaron de mirarse ni de hablar de su ídolo. Como chicos, las palabras salían a borbotones de sus labios, en una loca competencia para ver quién sabía más.

“Es tarde, se hizo de día…”

La trasnochada melodía aturdía desde el celular de alguno de ellos, en plena madrugada, en ese bar de mala muerte. Hacía rato que ninguno reparaba en mi presencia. Habíamos terminado la recorrida y yo quería irme a dormir. Los dejé solos. Con Andrés.

El jueves siguiente, ni bien Carlos la vio, comenzó a cantar.

“Vivir así no es vivir, esperando y esperando…” “Porque es muy poco de amor, sólo una vez por semana…”

La armonía entre mis dos compañeros de recorrida comenzó a entusiasmarme. Sus canciones levantaban el ánimo de nuestros amigos de la calle,  cada jueves venía más gente. ¡Hasta aparecimos en la tele!

Cuando una noche, al terminar la recorrida, me contaron que mantenían un romance, no me sorprendí. A cualquiera podía tomar desprevenido esa noticia, no a mí. Ni a Calamaro.

Crearon una relación como las canciones de Andrés: intensa y visceral. Carlos estaba irreconocible, abandonó su ostracismo habitual para liberar un espíritu transgresor, rebelde.

“Creo que todos buscamos lo mismo; no sabemos muy bien qué es ni donde está. Oímos hablar de la mano más hermosa, que se busca y no se puede encontrar. La libertad…”

En su búsqueda, fueron perdiendo la línea. Comenzaron a experimentar nuevas sensaciones para sus almas inquietas:

“Se ve que para algo usé la cuchara, porque no encuentro postre, sopa o ensalada…” “Hay botellas vacías de marcas extrañas. Las debo haber tomado, ¡Huy, qué resaca!”

Dejaron de venir los jueves. Preocupado, los llamé, pero no obtuve respuesta.

Algunos meses más tarde, en la recorrida, una voz quebrada por el alcohol llamó mi atención desde un grupo de gente tirada en la calle.

“¿Sentiste alguna vez, lo que es tener el corazón roto? ¿Sentiste a los asuntos pendientes volver, hasta volverte muy loco?  Si resulta que sí, si podrás entender lo que me pasa a mí esta noche. Ella no va a volver, y la pena empieza a crecer adentro…”

Los ojos enrojecidos de Carlos, inflados de tanto llorar, me miraban sin verme.

 

 

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