Tiramos
el auto en la puerta. No me importa que me hagan una boleta ni que se lo
lleven. Habían pasado las contracciones cada 10 minutos, después cada tres,
y ahora una que parece no terminar nunca.
El reloj de la pared marca las diez y cuarenta. Colocan a Alejandra en una camilla y se la llevan para la guardia. ¿Cómo que no puedo pasar? ¡Soy el marido! No hay caso, es como hablar con una pared. Obediente, me siento y espero. Me viene la canción de Sabina “Una sala de espera sin esperanza” Pero hoy es distinto, pura alegría. ¡Con lo que nos costó! La mayoría de mis amigos se embarazaron cuando lo planearon, otros no lo planearon pero les pasó igual. A nosotros, en cambio, las cosas siempre se nos dieron con una buena cuota de sufrimiento. El reloj marca las diez cuarenta y uno. Sus dos paletas horizontales giran inalterables, cambiando los números desde los años sesenta. En cada minuto se escucha un clack, que en el silencio suena como un hachazo.
Llega
otra pareja. Él la toma de la mano, pero no se sabe quién contiene a quién. La
puerta de la guardia vuelve a tragarse la camilla con una sufriente mujer, y
deja al hombre afuera e indefenso, como yo. Clack.
Diez cuarenta y dos, y ni una noticia desde adentro. Nos miramos con mi
compañero de angustias.
-Soy
Carlos –le digo tímidamente.
Parece
no comprender. Me doy cuenta de lo desubicado de mi presentación. ¡Qué le puede
importar al tipo cómo me llamo!
-Esteban -responde, inseguro.
No
tendrá más de veintitantos, bien podría ser mi hijo.
-¿Va
a nacer su nieto?
Como
una estocada fatal, la pregunta penetra en mi corazón. Tantos años tras el
deseo, y llegó cuando ya es tarde. Las felices escenas donde me imaginaba como
padre se desdibujan, y en su lugar veo a un niño visitando a su abuelo en el
geriátrico. Al menos Alejandra es más joven, me consuelo.
-¡Qué
dichoso debe estar su hijo de que lo acompañe en este momento! -insiste mi
compañero con el asunto del abuelazgo- mi viejo nunca tiene tiempo, o no se lo
hace.
Clack. La
paleta del anticuado reloj vuelve a
girar marcando las diez cuarenta y tres. Casi al mismo tiempo, se abre la
puerta y una enfermera pide por Esteban
no sé cuánto. Entra emocionado, y me quedo pensando por qué lo llamaron a
él, si nosotros llegamos antes.
Otra
vez solo con mi ansiedad, sin más compañía que el implacable y rítmico clack.
Vi
pasar la vida como a una cadena de sacrificios, uno tras otro. Ahora, cuando el
cabello ralea y los recuerdos abundan, aquello que más se hizo esperar, toca a
mi puerta.
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