Conventillo



Fermín, el panadero, tomó la palabra. Tuvo que esperar unos segundos hasta que el alboroto se convirtiera en murmullo. Con su frente transpirada, comenzó a hablar.

-Señores –exclamó con acento castizo- gracias por acudir a mi llamado. ¡Créanme, es de vida o muerte!

Los presentes se miraron, preocupados. No podía tratarse de una broma. Si de algo carecía don Fermín, era del sentido del humor. Habían dispuesto una mesa en el patio, más una tabla con caballetes para que todos pudieran sentarse. Eran sólo hombres, las mujeres quedaron en las piezas con sus críos, o en la cocina ayudando a doña Clarisa con las empanadas.

-Hoy recibí un telegrama en mi negocio –continuó- y como todos sabemos, sólo traen malas noticias.

-¡A mí también me llegó uno! –gritó el carnicero, todavía enfundado en el delantal manchado de sangre- pero no hice a tiempo a leerlo.

Las carcajadas alteraron la paz en el conventillo, todos sabían que el pobre Braulio era analfabeto. Al cabo de un rato, las sonrisas se desvanecieron. De alguna u otra forma, a casi todos les había llegado la misma noticia: ¡Los desalojaban!

Habían demolido el galpón de enfrente, que hacía años se usaba para acopiar la leña del ferrocarril. Unos días después, apareció el cartel que anunciaba la construcción de una moderna torre de oficinas.

Fermín carraspeó, y dio comienzo a la lectura del telegrama. Al terminar, a nadie le quedó dudas de que la vida en el conventillo tenía los días contados. Don Enrico, con lágrimas en los ojos, gritaba que él había venido de Europa sin un céntimo, y que aquí encontró la felicidad. ¡Prefería morir antes de abandonar su casa! Se sumaron los Crisanti, también italianos, y al rato el griterío era insoportable.

Unas cincuenta familias habitaban ese enorme monstruo de madera y chapa. Lo había levantado un inmigrante polaco a comienzos del siglo pasado, y a pesar del tiempo, permanecía en pie. En sus comienzos, constaba de apenas un puñado de casillas. Con los años, se agregaron varios comercios en el frente y dos pisos de habitaciones que daban a un amplio patio central. Varias generaciones crecieron entre esas paredes, pero ahora eran muy pocas las familias originarias, la mayoría eran trabajadores que iban y venían con el pulso del progreso.

Como pudo, el gallego apaciguó los ánimos.

-Mañana temprano vendrá el abogado del banco para explicarnos qué sucede. ¡Nadie nos va a quitar nuestras casas, se los aseguro!

Al finalizar la reunión, Fermín y el doctor Giménez permanecieron en la cocina mientras el resto se retiraba a sus habitaciones. El doctor –nadie había visto su título habilitante- se encargaba de los alquileres, impuestos y servicios del conventillo a cambio de una módica cuota mensual.

-Tenemos un problema, Fermín.

-No se preocupe, doctor. En cuanto vea las escrituras, el tipo se va a volver por donde vino, con el rabo entre las piernas.

-Precisamente allí está el asunto, -respondió, como si eligiera cuidadosamente sus palabras-  no las tengo en mi poder.

Con el semblante teñido de rojo, el gallego se abalanzó sobre el otro, olvidando todo signo de respeto.

-¿Cómo que no están las escrituras? –Gritó desencajado- ¡Todo el esfuerzo de esta gente, durante años, tirado por la borda! ¡Seguramente las apostaste a las cartas, malandrín!

El doctor rompió en llanto, admitiendo todo.

-¡Juro que voy a devolver hasta el último centavo!

-Por supuesto, pero ahora tenemos asuntos más urgentes, –respondió Fermín una vez que recobró la compostura.

 

Amaneció con una tormenta en ciernes y un frío desacostumbrado para esa época del año. Fermín y el doctor, en representación del resto de los propietarios, aguardaban en la cocina al enviado del banco.

Ni bien lo vieron entrar, sus temores se confirmaron. No estaba solo, lo acompañaba un atildado joven de gafas.

-Buenos días, soy el doctor Gentile, escribano general del banco, y él es el señor Bermúdez.

Lo recibió un gélido silencio. Era uno de los aspectos más desagradables de su trabajo, pensó. Cuando el banco debía ejecutar judicialmente a sus clientes, él supervisaba que la operación se cumpliera en forma satisfactoria.

Solía llegar a la propiedad una vez que los ocupantes habían sido desalojados, lo que le evitaba tener que presenciar esa patética escena. Pero en esta ocasión, todo sería muy sencillo, casi un trámite.

-El señor Bermúdez ha adquirido las escrituras de propiedad del inmueble, y en este acto, como representante legal, realizaré la operación de transferencia de las mismas.

El doctor Giménez reconoció a quien le había ganado las escrituras en una partida de naipes, y avergonzado, bajó la vista. Una vez firmados los papeles, el escribano se retiró.

-Quédese un rato mi amigo, tomaremos una grapita en su honor –le dijo Fermín al nuevo propietario del conventillo.

Bermúdez titubeó, no era la reacción habitual en gente que uno había desplumado.

-¡Vamos, anímese! –le insistió.

El hombre accedió, y luego de un par de copas, estaba algo más locuaz.

-¿Qué piensa hacer con la propiedad?  –Inquirió el gallego ante la mirada atónita del doctor Giménez- Podemos, si está de acuerdo, ser sus nuevos inquilinos. Creo que las familias están en condiciones de afrontar un costo moderado.

-Yo que ustedes buscaría otro lugar para vivir, -respondió algo achispado- mañana mismo me saco este clavo de encima. Los constructores de la torre de enfrente me van a comprar el conventillo.

Con la mayor tranquilidad, Fermín volvió a llenar la copa de Bermúdez. Al cabo de un rato, el hombre estaba tan mareado que apenas podía moverse. Lo llevaron casi en andas hasta la cama de una de las habitaciones, donde se desplomó. El doctor tomó las escrituras y las guardó cuidadosamente.

Esa noche hubo festejo en el conventillo, se había solucionado el problema con el banco. Don Jaime, del almacén, colaboró con los vinos más añejos de su bodega. Mientras que Braulio, el carnicero, faenaba personalmente la carne para estrenar la parrilla construida por el doctor Giménez esa misma tarde, en el fondo del patio.

 

 

 

 

 

 

 

 

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