Soledades

 









Cada tanto voltea para acá. ¿Me estará mirando? No, qué va, si soy invisible. Un tipo gris, me dijeron una vez. Se estará preguntando qué hace alguien solo en este restaurante lleno de gente. Gira hacia aquí nuevamente. ¡Esta vez me vio, estoy seguro! ¡De verdad se fijó en mí! Está sola, también. No se ve a nadie en su mesa, aunque hay dos platos tendidos. ¿Esperará a alguien? Su novio, seguramente. Una mujer tan bella no puede estar sin compañía.

 

Yo también espero a alguien, pero ya perdí la cuenta desde cuándo. El ramo de flores se marchitó, como los que le siguieron. Cada jueves dispongo todo como en aquella noche; la misma mesa, el mozo de siempre, la copa de champán esperando, el anillo en su caja de terciopelo.

 

La miro disimuladamente, no me gusta quedar como un desubicado. El mozo le acerca una bebida y ella se lleva la copa a los labios con un gesto seductor. Escribe algo en su celular y lo deja en la mesa. Enseguida lo vuelve a levantar pero ahora su expresión se transforma. ¿Está llorando? Parece avergonzada mientras seca sus lágrimas mirando por encima del pañuelo. Nuestros ojos se encuentran y baja la vista como una niña sorprendida en plena travesura. Una pareja se interpone hablando animadamente. ¡Ya no la veo! Me invade una sensación extraña, como de angustia. ¿Qué me pasa? ¿Cómo me voy a poner así por una perfecta desconocida? Además, no es a ella a quien espero.

 

La pareja finalmente se mueve, y mi desazón no puede ser mayor. ¡Su mesa está vacía! Desesperado, busco en todas direcciones sin lograr verla. Para peor, el mozo se dispone a levantar su plato vacío, seguramente preparará el lugar para un nuevo comensal. Me levanto de un salto y corro a la puerta, preguntando si la han visto salir, pero sólo obtengo como respuesta expresiones de asombro. Desalentado, vuelvo a mi mesa y allí la veo, sentada y sonriente, copa en mano.       

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El taxi tarda una eternidad para recorrer apenas diez cuadras, así que me bajo y camino hasta el restaurante. La lluvia arruina el trabajo de mi peluquera, pero no me importa. Siento un gran alivio mientras el mozo me guía hasta una mesa vacía, se ve que el tipo es más impuntual que yo. Siempre me resistí a las citas a ciegas, pero la soledad se volvió intolerable, y las chicas de la oficina me insistían con ese programa de encuentros. Probé con varios candidatos, hasta que encontré uno que, al parecer, tenía otros intereses además de la cama. Así que acá estoy, preparada para el primer encuentro.

 

Acomodo la cartera y el abrigo en una silla y le pido al mozo un gin tonic mientras observo a mi alrededor. El lugar está lleno de gente hablando a los gritos. No pude haber elegido un lugar mejor, si resulta un plomazo por lo menos no estamos en un sitio íntimo.

 

-¿Desea ordenar ahora?

 

-Espero a alguien, ni bien llegue le aviso.

 

 No deja de mirarme, el nabo ese, el de la mesa del fondo. ¿Será mi candidato? No creo, al empleado que tomó mi reserva le dije bien claro que buscaba una mesa cerca de la ventana, y el tipo está bastante lejos. ¡Otra vez, qué pesado! Sin embargo, no está nada mal. Algo melancólico, tal vez, lo que lo hace más interesante. El mozo vuelve con mi trago y aprovecho para preguntarle si lo conoce.

 

-¿El señor Gutiérrez? Es inofensivo, no se preocupe. Pobre infeliz. Hace años lo dejó plantado una mujer, aquí en el restaurante, y desde ese día viene todos los jueves y ocupa la misma mesa. Trae un ramo de flores, ordena un champán y un servicio para dos mientras coloca una caja de terciopelo sobre el mantel.

 

-¿Y ella volvió?

 

Me doy cuenta de lo ridículo de mi pregunta, si hubiera regresado no la seguiría esperando. Avergonzada, me volteo y esta vez cruzamos miradas. Me da pena que él no sea mi candidato, pocos hombres son capaces de tal demostración de amor.

 

Miro el reloj, pasó más de media hora y el tipo no aparece. No puedo evitar un gesto de fastidio, me conozco, no sirvo para esto. Le mando un mensaje, por ahí se retrasó como yo. Al rato me responde con puras excusas. Que lo disculpe, surgió una reunión imprevista, promete que la próxima vez será diferente. ¡Ni siquiera tuvo el coraje de llamarme! Lloro de impotencia mientras apuro mi gin tonic y, decidida, encaro hacia la mesa del fondo.

 

 

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