Como
todas las mañanas, Giuseppe Spadafora arrancó su motocicleta y enfiló para la Plaza
de Mayo. Todavía retumbaban en su cabeza los gritos de Eulogia. Cayó en la
cuenta de que tardaba cada vez menos en salir de su casa; una ducha rápida, un
par de mates apurados y listo. Los días del desayuno juntos habían quedado
atrás, sepultados por discusiones eternas. Si al menos tuviera una minita por
ahí, pero ni eso, no había tiempo ni guita. Un día de estos iba a mandar todo
al diablo - se prometía- sabiendo que tal cosa nunca iba a suceder.
Como
todas las mañanas, pasó a buscar a Leonardo Larúmbolo, el único amigo que había
conseguido en tantos años de laburo en los túneles. Los dos eran italianos,
como sapos de otro pozo, tal vez eso los unía. Le habían insistido al capataz
para que los pusiera a trabajar juntos, y el tipo se aprovechó y los mandó
donde nadie quería ir, a la cabecera del túnel. Morrison -así le decían todos-
era un irlandés tan jodido que cuando se enojaba parecía que su melena roja estaba
a punto de estallar. Se las había
agarrado con ellos. Tal vez porque no solían juntarse con los otros hombres ni
se sumaban a sus bromas pesadas.
Como
todas las mañanas, ese lunes Giuseppe y Leonardo se preparaban para su tarea en
la cabecera del túnel, justo debajo de la estación. Después de tantos años,
estaban a punto de terminar el tendido de la primera línea de subterráneo de
Buenos Aires, que unía la Plaza de Mayo con el Congreso, colocándola a la
altura de cualquier ciudad europea. Se sentían parte de la historia, y no era
para menos. Habían acudido las máximas autoridades de la ciudad para la
inauguración de esta última etapa. Morrison los mandó a lavarse y arreglarse un
poco para la fotografía que les tomó ese francés, agachado bajo una tela negra mientras
sostenía una especie de antorcha que estalló encegueciendo a todos. Una vez
terminada la ceremonia, los hombres se dirigieron a sus puestos de trabajo,
Giuseppe y Leonardo acompañaron a Morrison.
-No
hace falta repetirlo, hoy tiene que estar terminada la estación. Después de
todo el barullo de estos políticos, no podemos
esperar un día más.
-¿Cómo?
-gritó Giuseppe- ¿Está loco? ¡Usted lo sabe tanto como yo, falta por lo menos
una semana! ¡La losa todavía está fresca y no soportará el peso!
El
irlandés lo agarró del cuello empujándolo hasta la pared y no dejó de apretar
mientras le escupía las palabras en su cara.
-¡Si
yo digo que terminan hoy, terminan hoy!
Leonardo
tuvo que intervenir para separarlos, y por fin Morrison aflojó la presión sobre
el cuello de su amigo. Se retiró un poco, parecía asustado de su propia
reacción. Luego de unos instantes, todavía agitado, agregó:
-A
ver si les queda claro, hasta que no terminen, no se van.
Tomaron
sus herramientas y comenzaron a excavar la pared del túnel. Pero esta vez era
diferente, no silbaban ni hacían bromas, y el miedo se les marcaba en sus
rostros. Leonardo iba adelante, y con el pico hacía pequeños huecos en la roca
justo por debajo de la losa aún fresca, mientras Giuseppe colocaba los tirantes
que sostendrían el piso de la estación. Trabajaban muy despacio, sopesando cada
movimiento, tratando de no despertar a ese gigante dormido. Fueron colocando
los tirantes, de a uno, y parecía que la losa aguantaba.
-Al
final vamos a tener que darle la razón a Morrison.
Leonardo
no pudo terminar su frase, un ruido comenzó a escucharse como viniendo de
arriba. Al principio era leve, pero aumentaba cada vez más, junto a la
desesperación de los dos italianos. No les alcanzó el tiempo ni para un
Padrenuestro.
Como
todas las mañanas, Giuseppe Spadafora arrancó su moto y enfiló para la Plaza de
Mayo. Esta vez, no discutió con Eulogia. Milagrosamente, desde hacía un tiempo
su mujer parecía otra. No lo contradecía ni lo mandoneaba, es más, no emitía
sonido. Hasta parecía que le tenía miedo.
-Qué
extraño, -pensó mientras salía- no recuerdo haber tomado el desayuno.
Como
todas las mañanas, pasó a buscar a Leonardo Larúmbolo. Le llamó la atención
verlo en la vereda, siempre tenía que esperar un rato a que estuviera listo.
Luego de un trayecto que les impresionó demasiado corto, llegaron a la estación
Pasco Sur, su lugar de trabajo en la cabecera del túnel, pero no vieron a
nadie. Esperaron al resto de los obreros sentados en el andén. Les resultó de
lo más extraño el silencio reinante, no se escuchaba el sonido de las máquinas
excavadoras ni el murmullo de sus compañeros. Pero lo que más los sorprendió, fue
no escuchar los alaridos del irlandés Morrison. Se encogieron de hombros y en
silencio, comenzaron su tarea diaria sin esperar al resto, ya llegarían.
Como
todas las mañanas, desde 1913, Giuseppe Spadafora y Leonardo Larúmbolo parecen
habitar la estación Pasco Sur, de la línea A, entre Pasco y Alberti. Quien
viaje en el subte y pase por allí notará, siempre que no se encuentre absorto
en sus cuestiones, el cartel de la estacióna punto de caerse, los cerámicos
sucios y grises, las escaleras de acceso derruidas y totalmente tapadas por una
losa que impide llegar hasta la superficie. Hasta también, por una fracción de
segundo, podrá ver a los dos italianos en plena labor.
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