Malena

 

Siempre me manejaste como a un títere, y conozco el precio que pagaré por atender tu llamado.

No guardo el mejor recuerdo de la última vez que nos vimos, hace más de veinte años. Yo ya estaba con Julia, y estuve a punto de tirar por la borda una pacífica convivencia. Es cierto que no me sentía feliz, aunque sí bastante estable, y eso era todo un logro para mí. En esa ocasión, luego de un llamado como el de hoy, nos citamos en el bar de Callao y Santa Fe que solíamos frecuentar. No podía con mi felicidad, parecía un adolescente. Mientras elegía la ropa, me prometí ser fuerte para no terminar como antes.

El lugar estaba igual, hasta el mozo parecía el mismo, y cuando entraste, no pensé en nada más. ¡Qué linda estabas!  Con una profundidad en la mirada que no te conocía. No importaron los tiempos de sufrimiento adivinando donde estarías, o con quién.  Ni siquiera los desplantes a los que me tenías acostumbrado durante nuestro noviazgo. Estábamos frente a frente, eso era lo que contaba. Casi no te dejé hablar, contándote todo lo que te había extrañado, las preguntas que tenía para hacerte, con la ilusión de que sintieras lo mismo. Pasamos esa noche juntos, como en un sueño. ¿Remordimientos por engañar a Julia? En absoluto, a eso me llevabas, al placer puro. Cuando por fin desperté de esa noche mágica, ya no estabas a mi lado. Como antes, te habías ido sin despedirte, sin explicaciones, dejándome el gusto agridulce del encuentro fugaz.

Eso fue hace mucho tiempo, me digo hoy al colgar el teléfono. No puedo evitarlo, la sola idea de verte me estremece, aunque no esté en edad para estas cosas. ¿Qué querrás esta vez? ¿Tendrás necesidad de verme cada veinte años?

Julia llega a casa y me saca de mis pensamientos. Me fastidia. Con el correr de los años se puso bastante molesta, protestando por cualquier pavada. Salgo a pasear el perro con tal de no escucharla, y no dejo de pensar en tu llamado. No parecías angustiada, ni que algo te urgiera. Todo lo contrario, te noté radiante, como sintiendo una profunda alegría. No quisiste adelantarme nada por teléfono. ¿Si continúa abierto el bar de Callao y Santa Fe? Por supuesto, no dejo de pasar cada mañana, esperando encontrarte. Sin darme posibilidad de responder, me citaste allí.

Esta vez no está todo igual, se ve que modernizaron el local, y una hermosa camarera reemplaza a nuestro antiguo mozo. Y allí te veo, tu belleza intacta a pesar de los cuarenta años que pasaron desde que te conocí, ese día que al fin me miraste por encima del mostrador de la ferretería. El día que comenzó mi desgracia.

Nos quedamos un rato en silencio, diciéndonos todo con los ojos, pasando revista a los veinte años desde el último desplante, en este mismo bar. Buscaste algo en tu cartera y lo colocaste sobre la mesa. Una foto de una combi. De esa combi.

-¿Te acordás, no?

¡Cómo no acordarme de los días más felices de mi vida! Un grupo de amigos que apenas rozábamos los veinte, de campamento en unas playas inexploradas de Uruguay a bordo de una vetusta combi. En ese viaje comprendí que sólo a vos podría amarte.

-¿Por qué me mostrás esta foto?

-La compré -me dijiste con una sonrisa pícara.

Te miré, incrédulo. ¿Quién querría comprar esa ruina? ¡Hacía cuarenta años ya era vieja!

-¿Y si volvemos a hacer ese viaje? -me preguntaste-  Antes de que me respondas, te cuento que ya me contacté con los chicos.

-Bueno, ya no somos chicos, sino sexagenarios.

Reíste de buena gana, mostrando una belleza sin maquillajes ni cirugías.

-Vos y yo tenemos una charla pendiente, ¿No te parece? ¡Y qué mejor ocasión para ello que revivir ese viaje!

-¿Qué les pareció la idea a los demás?

- Charly está en un geriátrico, Marisa y Carlos administran un restaurante y no tienen a nadie que los reemplace, y Luisa… Bueno, sabés cómo es ella.

-Entonces, quedamos vos y yo.

-Sí. ¿Te animás?

 

Armo una mochila con algo de ropa y unos libros. Le digo a Julia que me voy, que no da para más. Me mira con resignación, ni siquiera protesta. Abajo, en la combi, me estás esperando.

Milagrosamente, llegamos a aquella playa uruguaya antes de que caiga la noche. Mientras prendo una fogata, traés un poco de fruta y vino.

Nos quedamos así, abrazados, mirando las estrellas en silencio. Sólo se escucha el ritmo de tus latidos mientras se van apagando de a poco. Por extraño que parezca, mis lágrimas son de felicidad.

Comentarios