Durante el almuerzo, no hizo
otra cosa que seducirme. Con su mirada, sus gestos, lo que decía. ¿Por qué nos
contaba sus aventuras amorosas? ¿A quién le importaba? Encima con el marido al
lado. ¡Muerto de risa! Cada tanto, yo miraba de reojo a mamá. La pobre estaba
toda colorada, no sabía dónde meterse. Los demás, lejos de escandalizarse, le
festejaban todas sus historias.
Mal no estaba, por el
contrario, ocultaba muy bien sus cuarenta y tantos. Se le notaba el gimnasio en
los hombros bronceados, los brazos musculosos y el abdomen plano. Sus ojos
buscaban los míos tratando de hallar alguna señal, pero me mantuve en las mías
sin darle ningún indicio de lo que sentía. ¿Por qué había vuelto? ¡Tan bien que
estábamos sin ella!
Terminamos de almorzar y
alguien le pidió que tocara algo. No se hizo rogar. Los tímidos acordes
iniciales del bolero de Ravel comenzaron a abrirse camino entre nosotros. Estaba
considerada una de las mejores pianistas de Europa. Aun así, volvía a este
mísero pueblucho para las fiestas, año tras año. Y ahora, por primera vez,
pareció notar mi existencia. Al terminar la reunión nos despedimos, y estoy
seguro de que sus labios rozaron los míos, como al descuido.
Muchos me critican que a los
cuarenta y cinco años siga viviendo con mi madre ¿Pero qué sería de ella sin
mí? Desde que papá se fue, aprendimos a no necesitar de nadie, nos bastamos
solos. Es verdad, le cuesta aceptar que ya no soy un chico, pero sé que lo hace
con buena intención.
-¿Escuchaste las
barbaridades que decía? –me preguntó sin esperar mi respuesta- así son los
artistas, unos desfachatados.
La dejé en casa con sus
cavilaciones y me fui al centro comercial, sin dejar de pensar en Lucrecia. No
era su nombre verdadero, pero Encarnación no tenía glamour para el mundo
artístico. La conocí en el jardín de infantes, -Carna, le decíamos- y nunca parecía recordarlo.
Entré a la tienda y fui
directo a la sección de música clásica, buscando el bolero, desde el almuerzo
sus notas sonaban en mi cabeza. Encontré una versión interpretada por ella y la
compré. Como un adolescente, corrí a casa para escuchar el vinilo, no podía
pensar en otra cosa.
Ni bien la púa arañó el
primer surco, me transportó a los años en que nos consolábamos mutuamente
después de sufrir las burlas de nuestros compañeros, en la única escuela del
pueblo. Torpes, gorditos, con gruesos lentes. Desde la primera vez que intenté
defenderla, nos hicimos amigos. No pasaba un día sin que fuéramos a mi casa o a
la de ella, siempre juntos. Al terminar la secundaria, yo partí hacia la
capital para estudiar, y Carna continuó con sus clases de música en el pueblo.
Unos años más tarde, partió para Europa a perfeccionarse.
A medida que avanzaban los
acordes, el bolero iba incrementando su potencia. Como yo. Recordé aquella vez
que nos encontramos en la estación de ómnibus en capital. Los dos regresábamos
al pueblo al finalizar un año de estudios. Había pasado bastante tiempo, y no
la reconocí. Ya no era aquella nena regordeta que se llevaba todo por delante a
pesar de sus anteojos. Hablamos todo el viaje, me contó de su pasión por la
música, de los progresos en el conservatorio. La escuchaba embelesado, no
recuerdo haberle contado nada de mí, ni que me haya preguntado. Para cuando
empezó a hablar del compañero que le gustaba, llegamos al pueblo.
El piano quedó eclipsado por
las trompetas, los violines y los timbales, en una frenética carrera. Y allí estábamos, abrazándonos
desesperadamente, tratando de recuperar todos esos años. En cada caricia, en
cada beso, me decía que no se había olvidado de mí, su defensor de la infancia.
El último compás y los
gritos de mi madre me volvieron a la realidad. Bajé la escalera a los
tumbos, la escuché a mamá diciendo algo
de la cena pero no me detuve hasta llegar al auto. Mientras arrancaba, el
bolero comenzó nuevamente.
Llegué a su hotel cuando se
sumaron los oboes y las flautas, con tal
intensidad que costaba respirar. En el ascensor, los tambores y platillos me ensordecieron,
mi corazón latía desenfrenado. Los golpes a la puerta de su habitación marcaron
el final triunfal.
Es una apacible tarde de
verano y el parque está en su esplendor. Alrededor de la laguna se distribuyen
varias mesas con no más de dos o tres personas en ellas. Cada tanto se pasean
algunas personas en uniforme blanco impecable controlando que todo funcione
correctamente. Frente a mí está sentada mi madre, me trajo esas medialunas que
tanto me gustan. La veo gesticular pero no la escucho, las suaves notas del
bolero de Ravel han vuelto a comenzar.
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