Isidoro

 

 

Otra vez el Chiru ladrando. Creía que era parte de mi sueño, pero son las tres de la mañana y el tipo meta chillar. En el campo era distinto, al oscurecer estaba tan cansado que se dormía casi sin comer. Acá tiene apenas dos metros para moverse.

Y sigue, los de arriba me quieren matar. O a él. Hasta a mí se me ocurrieron mil formas de liquidarlo y acabar con esta agonía, y eso que soy el dueño y se supone que lo quiero.

Me levanto, no me queda otra. Como en trance, manoteo la campera y el olor a naftalina me termina despabilando. Con la mudanza, había quedado guardada en una bolsa llena de esas pelotitas apestosas que Clarisa metía en los bolsillos de todo lo que colgaba en el ropero.

Piyama, pantuflas y campera, la peor combinación para Quintana y Callao, pero me importa poco. Tantos años en el sur me autorizan a ponerme cualquier cosa.

Está desesperado, con el culo apoyado en la puerta y mirando la correa que cuelga del perchero. Sólo le falta hablar. Al salir jugamos a lo de siempre, yo bajo por el ascensor y él corre por la escalera, los 14 pisos. En bajada es fácil, el tema es al regresar.

Buena idea lo de la campera, con este frío. Chiru llega hacia el árbol más cercano y empieza a mear mientras me prendo un cigarrillo. Termina sus asuntos y enfilamos, mucho más tranquilos, para la plaza. A esa hora está desierta, salvo por Isidoro. Está comiendo un guiso de lentejas que alguien le ofreció y que huele como los dioses. Siempre impecable, desmintiendo eso de que los linyeras son roñosos. Ordenado como pocos, sus cosas limpias y prolijamente acomodadas en bolsas. Chiru corre al encuentro de Coca, su perrita. Fue la primera persona que conocí cuando llegué a la capital, y se convirtió en mi único amigo y confidente. Hablamos de todo, sus consejos tienen la sabiduría de los años y la calle. Compartimos el abandono de las mujeres, la soledad, y el abrigo del alcohol. A pesar de mis intentos por sacarlo de la calle, continúa allí. Tiene miedo de perder sus cosas, de que se las roben en el refugio. Creo que le hubiera sido muy difícil adaptarse.

Estoy por saludarlo, cuando recibo un empujón que me tira al empedrado, más allá del cordón. Aturdido, hago un esfuerzo por levantarme, pero un dolor atroz en la espalda me impide moverme. Alcanzo a mirar cómo alguien rocía con líquido a Isidoro mientras otros lo patean con saña. ¡Ahora giran para acá! ¿Harán lo mismo conmigo? ¡Es kerosén! Trato de zafarme tirando manotazos al aire, cuando un resplandor ilumina la plaza e Isidoro empieza a correr convertido en una antorcha humana, y gritando como un loco. El chiru y coca les caen encima a los tipos, parecen salvajes. Con el resto de mis fuerzas me acerco a mi amigo y empiezo a tirarle tierra en un ingenuo intento de apagar el fuego, se acercan otros y lo cubren con una frazada.

 

Todavía hoy, escucho sus alaridos desgarradores mezclados con los ladridos del chiru y de coca. Unos pertenecen a mis pesadillas, otros a la realidad. Poco me importa lo que opinen los demás, se ganaron el privilegio de aullar hasta que se harten. Gracias a ellos, estoy aquí para contarlo.

Ahora son dos los que corren escalera abajo en esa carrera desigual. En la plaza, contemplamos las cosas de Isidoro. Siguen como siempre, ordenadas y limpias. Alguien se tomó el trabajo para que todo permanezca igual. Saco de mi bolsillo el chocolate que íbamos a compartir aquella noche y lo saboreo lentamente.

 

 

 

 

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