Y sigue, los de
arriba me quieren matar. O a él. Hasta a mí se me ocurrieron mil formas de
liquidarlo y acabar con esta agonía, y eso que soy el dueño y se supone que lo
quiero.
Me levanto, no me queda otra. Como en
trance, manoteo la campera y el olor a naftalina me termina despabilando. Con
la mudanza, había quedado guardada en una bolsa llena de esas pelotitas
apestosas que Clarisa metía en los bolsillos de todo lo que colgaba en el
ropero.
Piyama, pantuflas
y campera, la peor combinación para Quintana y Callao, pero me importa poco.
Tantos años en el sur me autorizan a ponerme cualquier cosa.
Está desesperado,
con el culo apoyado en la puerta y mirando la correa que cuelga del perchero.
Sólo le falta hablar. Al salir jugamos a lo de siempre, yo bajo por el ascensor
y él corre por la escalera, los 14 pisos. En bajada es fácil, el tema es al
regresar.
Buena idea lo de
la campera, con este frío. Chiru llega hacia el árbol más cercano y empieza a
mear mientras me prendo un cigarrillo. Termina sus asuntos y enfilamos, mucho
más tranquilos, para la plaza. A esa hora está desierta, salvo por Isidoro.
Está comiendo un guiso de lentejas que alguien le ofreció y que huele como los
dioses. Siempre impecable, desmintiendo eso de que los linyeras son roñosos.
Ordenado como pocos, sus cosas limpias y prolijamente acomodadas en bolsas.
Chiru corre al encuentro de Coca, su perrita. Fue la primera persona que conocí
cuando llegué a la capital, y se convirtió en mi único amigo y confidente.
Hablamos de todo, sus consejos tienen la sabiduría de los años y la calle.
Compartimos el abandono de las mujeres, la soledad, y el abrigo del alcohol. A
pesar de mis intentos por sacarlo de la calle, continúa allí. Tiene miedo de
perder sus cosas, de que se las roben en el refugio. Creo que le hubiera sido
muy difícil adaptarse.
Estoy por
saludarlo, cuando recibo un empujón que me tira al empedrado, más allá del
cordón. Aturdido, hago un esfuerzo por levantarme, pero un dolor atroz en la
espalda me impide moverme. Alcanzo a mirar cómo alguien rocía con líquido a
Isidoro mientras otros lo patean con saña. ¡Ahora giran para acá! ¿Harán lo
mismo conmigo? ¡Es kerosén! Trato de zafarme tirando manotazos al aire, cuando
un resplandor ilumina la plaza e Isidoro empieza a correr convertido en una antorcha humana, y
gritando como un loco. El chiru y coca les caen encima a los tipos, parecen salvajes.
Con el resto de mis fuerzas me acerco a mi amigo y empiezo a tirarle tierra en
un ingenuo intento de apagar el fuego, se acercan otros y lo cubren con una
frazada.
Todavía hoy,
escucho sus alaridos desgarradores mezclados con los ladridos del chiru y de
coca. Unos pertenecen a mis pesadillas, otros a la realidad. Poco me importa lo
que opinen los demás, se ganaron el privilegio de aullar hasta que se harten. Gracias
a ellos, estoy aquí para contarlo.
Ahora son dos los
que corren escalera abajo en esa carrera desigual. En la plaza, contemplamos
las cosas de Isidoro. Siguen como siempre, ordenadas y limpias. Alguien se tomó
el trabajo para que todo permanezca igual. Saco de mi bolsillo el chocolate que
íbamos a compartir aquella noche y lo saboreo lentamente.
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