¡Gracias, Oscarcito!

 

No es habitual que un hombre de treinta años tenga  hijos de ochenta.

 Unos años antes, Marcela y yo esperábamos por tercera vez una respuesta diferente. Aunque presentíamos el resultado, acudimos con ingenua esperanza, como un chico frente al árbol de Navidad.

Marcela ya sabía, éste era mi último intento. Hasta donde llegaba el deseo, y cuándo comenzaba la desesperación, era algo que no sabíamos manejar y siempre terminaba en discusiones. Pero de algo estábamos seguros: íbamos a ser padres. Ingresamos, así, en esa dimensión desconocida para la mayoría de los mortales, llamada adopción.

Luego de interminables entrevistas, juzgados y expedientes, quedamos en una lista de espera -¡que expresión desagradable!- hasta que algún día nos llamaran para buscar a nuestro hijo.

Pasó el tiempo, y comprendí que lo de la lista de espera era bastante apropiado. Aunque sin esperanza, agregaría yo. Gracias a la espera, pude resolver una cuestión que me atormentaba desde el principio; ¿Por quién lo hacíamos, o para qué?

Una noche, entre sueños, llegó la solución anhelada. ¿Y si adoptáramos un chico más grande?

- Arriesgado -respondió Marcela- en algún lado leí que los sufrimientos de los primeros años de vida dejan marcas indelebles.

-Pero así sabremos que lo hacemos por él, no sólo por nosotros. Además, evitamos la lista de espera – retruqué- siempre salen pedidos de los juzgados para adoptar chicos más grandes.

 

Nos citaron una mañana de lluvia. Llegamos bastante temprano, y  fuimos a tomar un café. En la mesa contigua había una pareja de ancianos con un hombre de mi edad, que se refregaba las manos, nervioso. Cada tanto miraba hacia la puerta, y parecía que les iba a decir algo, pero callaba. Llamó a la mesera, pidiendo la cuenta. En un momento se levantó de la silla, le dijo algo al oído al hombre mayor, y salió a la calle.

Se hizo la hora de la entrevista en el juzgado, así que cruzamos al tribunal. Nos ofrecían iniciar la guarda de un adolescente de 16 años, con problemas de conducta. De todas maneras, nos dijo el juez, todo dependía de que su familia lo diera en adopción. Otra vez, quedaron en llamarnos.

Al salir, miré hacia el bar y me llamó la atención que la pareja de viejitos continuaba allí. Nos acercamos y los vimos muy juntos, agarrados de la mano, casi temblando de miedo.

-Hola. ¿Están solos?

-Mi hijo está por venir, señor, fue a buscar el auto al estacionamiento.

Marcela y yo nos miramos, hacía más de dos horas que habíamos comenzado la entrevista en el juzgado, y desde ese momento el hijo ya no estaba.

-Me llamo Claudio, y ella es Marcela, mi mujer -dije a modo de presentación.

- Muchas gracias por su preocupación, pero Oscarcito debe estar por llegar.

No los íbamos a dejar ahí, solitos. El tipo no daba señales de vida, por ahí había tenido un accidente. Me acerqué al mostrador y le dejé mis datos a la mesera, por si el hijo volvía. Regresé a la mesa, la anciana estaba sollozando.

- Le dejé un mensaje a Oscarcito para cuando vuelva, mientras tanto se vienen con nosotros, vivimos cerca.

Caminamos hasta casa, los cuatro. Ellos agarraditos de las manos, temerosos y aliviados al mismo tiempo. Nosotros, con la emoción que nos embargaba.

El caso salió en los diarios, unos días más tarde. Parece que Oscarcito cuidaba a sus padres, y no pudo más. No tuvo mejor idea que llevarlos a un bar, pagarles un opíparo desayuno, e irse.

Ante el juez declaró que seguramente alguien se iba a hacer cargo de ellos. No estaba del todo equivocado, desde ese día, Marcela y yo tenemos dos hermosos hijos ¡De ochenta años!

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