No es habitual que un hombre de treinta años tenga hijos de ochenta.
Marcela
ya sabía, éste era mi último intento. Hasta donde llegaba el deseo, y cuándo
comenzaba la desesperación, era algo que no sabíamos manejar y siempre
terminaba en discusiones. Pero de algo estábamos seguros: íbamos a ser padres. Ingresamos,
así, en esa dimensión desconocida para la mayoría de los mortales, llamada
adopción.
Luego
de interminables entrevistas, juzgados y expedientes, quedamos en una lista de
espera -¡que expresión desagradable!- hasta que algún día nos llamaran para
buscar a nuestro hijo.
Pasó el
tiempo, y comprendí que lo de la lista de espera era bastante apropiado. Aunque
sin esperanza, agregaría yo. Gracias a la espera, pude resolver una cuestión
que me atormentaba desde el principio; ¿Por quién lo hacíamos, o para qué?
Una
noche, entre sueños, llegó la solución anhelada. ¿Y si adoptáramos un chico más
grande?
-
Arriesgado -respondió Marcela- en algún lado leí que los sufrimientos de los primeros
años de vida dejan marcas indelebles.
-Pero
así sabremos que lo hacemos por él, no sólo por nosotros. Además, evitamos la
lista de espera – retruqué- siempre salen pedidos de los juzgados para adoptar
chicos más grandes.
Nos
citaron una mañana de lluvia. Llegamos bastante temprano, y fuimos a tomar
un café. En la mesa contigua había una pareja de ancianos con un hombre de mi
edad, que se refregaba las manos, nervioso. Cada tanto miraba hacia la puerta,
y parecía que les iba a decir algo, pero callaba. Llamó a la mesera, pidiendo
la cuenta. En un momento se levantó de la silla, le dijo algo al oído al hombre
mayor, y salió a la calle.
Se hizo
la hora de la entrevista en el juzgado, así que cruzamos al tribunal. Nos
ofrecían iniciar la guarda de un adolescente de 16 años, con problemas de
conducta. De todas maneras, nos dijo el juez, todo dependía de que su familia lo
diera en adopción. Otra vez, quedaron en llamarnos.
Al
salir, miré hacia el bar y me llamó la atención que la pareja de viejitos
continuaba allí. Nos acercamos y los vimos muy juntos, agarrados de la mano,
casi temblando de miedo.
-Hola.
¿Están solos?
-Mi
hijo está por venir, señor, fue a buscar el auto al estacionamiento.
Marcela
y yo nos miramos, hacía más de dos horas que habíamos comenzado la entrevista
en el juzgado, y desde ese momento el hijo ya no estaba.
-Me
llamo Claudio, y ella es Marcela, mi mujer -dije a modo de presentación.
- Muchas
gracias por su preocupación, pero Oscarcito debe estar por llegar.
No los
íbamos a dejar ahí, solitos. El tipo no daba señales de vida, por ahí había
tenido un accidente. Me acerqué al mostrador y le dejé mis datos a la mesera,
por si el hijo volvía. Regresé a la mesa, la anciana estaba sollozando.
- Le
dejé un mensaje a Oscarcito para cuando vuelva, mientras tanto se vienen con
nosotros, vivimos cerca.
Caminamos
hasta casa, los cuatro. Ellos agarraditos de las manos, temerosos y aliviados
al mismo tiempo. Nosotros, con la emoción que nos embargaba.
El caso
salió en los diarios, unos días más tarde. Parece que Oscarcito cuidaba a sus
padres, y no pudo más. No tuvo mejor idea que llevarlos a un bar, pagarles un
opíparo desayuno, e irse.
Ante el
juez declaró que seguramente alguien se iba a hacer cargo de ellos. No estaba
del todo equivocado, desde ese día, Marcela y yo tenemos dos hermosos hijos ¡De
ochenta años!
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