Elortondo

Es la primera vez que me llaman de la calle Elortondo, en la barranca de San Isidro. En un primer momento me resisto, pero termino yendo. Debo confesar, la idea me fascina. Como un viaje en el tiempo. Pero no me siento confortable.

Abro el portón de madera elegantemente descuidado, y avanzo por el camino de grava y de eucaliptus hasta que sin la menor advertencia, la  mansión se muestra en todo su esplendor. No recuerdo haberla visto en ninguna  revista de arquitectura o decoración, pero merecería publicarse. A ambos lados de una puerta enmarcada por gigantescas columnas, como esas residencias del sur de los Estados Unidos, una fila de ventanas todas iguales, altísimas. Desde una de ellas, en el primer piso, alguien parece mirarme. Cuando subo la vista no veo a nadie.

Un mucamo de impecable uniforme responde a mi llamado. Me pide que lo acompañe a través de un salón muy grande, con los pisos de granito pulido en donde casi puedo reflejarme. Después de cruzarlo, pasamos a una amplia galería con altísimos techos y ventiladores colgantes. Allí está ella. Imposible adivinar su edad.

-Me costó mucho trabajo localizarlo, jovencito.

Hago un gesto con los hombros, en silencio.

-Mi hijo cree en todo tipo de charlatanes –no lo digo por usted, se entiende- y ante el evidente fracaso de los médicos, que no hacen sino sacarnos plata, decidimos acudir en su ayuda.

-¿Y cuál es el mal que la aqueja, si se puede saber?

-¡No es para mí, válgame Dios! La consulta, no sé si debería llamarla así, es por mi hija menor.

Visiblemente incómoda, me relata la situación de su hija.

-Es tremendo. ¡No la puedo ver así! ¿Usted me entiende, verdad? ¡Una niña de apenas veinte años! Sabía que no era conveniente regresar de Europa tan pronto, y sola, pero ella insistió tanto… En fin, una cosa lleva a la otra, y aquí estamos, ante esta emergencia.

-¿Por qué no me lleva a su habitación, así la entrevisto?

Sacude apenas una campanilla y reaparece el mucamo, esta vez con otro uniforme. Me hace un gesto para que lo siga  hasta una estancia de unos seis metros cuadrados, con techos altos y una cama con dosel. Difícil explicar el operativo que encuentro. Una media docena de enfermeras van y vienen presurosas,  bajo las órdenes de una monja. Es imposible saber qué hacen. En el centro de la cama, como hundida en el colchón, se encuentra ella. De su mínimo cuerpo salen todo tipo de conductos y catéteres.

-¿Serían tan amables de esperarme afuera? –les pido casi a los gritos.

Se retiran una a una, encabezadas por la monja, con expresión contrariada.

Me quedo solo en la habitación, con la joven. Arrimo una silla al lado de su cama y me siento. Le quito, uno a uno, los cables y los tubos, hasta quedar libre. Tiene una expresión particular, entre dolorida y extasiada. Le tomo la mano, tan delicada que temo dañarla, y un gemido de placer la estremece. Sin embargo, no despierta. Vuelvo a intentarlo y lo mismo sin resultados. Me incorporo y voy hacia la ventana para despejarme un poco. Es la primera vez que mi método no logra recuperar a una joven enferma de amor. Cuando me paro frente al vidrio reconozco el lugar desde donde me miraba esa mujer, cuando entré a la casa. ¿Sería ella?

Por el sendero de grava veo venir a Bioy y a Borges, charlando animadamente. Un poco más atrás, Camus y Tagore. Algo rezagado, camina Mallea. No entiendo nada. Bioy levanta la mirada hacia mi ventana y al verme la furia le tiñe el rostro. Le dice algo a Borges y entran corriendo. Vuelvo a la cama buscando una explicación, pero está vacía, tendida y lisa, con la colcha gastada y un desagradable olor a viejo. Bajo corriendo la escalera de mármol en busca del elegante mucamo, y en su lugar encuentro un ruidoso grupo de turistas japoneses que gritan y escupen el gastado piso de granito.

Pego un alarido desgarrador. La suave mano de Carola está apoyada en mi frente sudorosa. Me mira con esa serena expresión de quien sabe lo que sucede, y comprende.

-Te llaman de la calle Elortondo.

 

 

 

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