-¿Cenamos esta noche, los dos solos?
Me encantó la propuesta, pero no dejó de sorprenderme. Diana estaba distinta desde hacía bastante. En realidad, los dos estábamos diferentes. Y venía de hace mucho, el tema.
Ni
me acuerdo del último beso apasionado, los de ahora son automáticos, apenas un
gesto. Pero no protestamos, acostumbrados. Eso sí, de los primeros me acuerdo.
¡Y cómo! Nos necesitábamos, y nos encontramos. Nos complementábamos tan bien,
que prometía una eternidad. Pero llegaron ellos, con la loca idea de hacerlo
juntos. Y quedamos a la deriva, con dos pequeños extraños que usaban nuestro
rostro y nuestros gestos, drenando la pasión hacia ellos.
De
buscarnos a cada instante, sin concebir nada sin el otro, pasamos a evitarnos.
Así fue creciendo ese abismo tan silencioso como presente, y se convirtió en eso
que hoy nos mantiene juntos. Como sin quererlo, nos volcamos a ellos, que no
hacían sino darnos todo su amor. Y recibían el nuestro.
Está
radiante, esta noche. Por primera vez en años podemos disfrutar de una salida
sin los mellizos.
-Invito
yo, -anuncia.
No
repara en gastos; el mejor vino, el plato exclusivo. Me mira, me toca, como si no quisiera perder
detalle. Recordamos aquellas anécdotas felices, a las carcajadas. Hasta hacemos
el amor, después de tanto. Nos dormimos abrazados, sosteniéndonos.
Ya
de mañana, amanece una extraña. No es la misma de siempre, parece otra. Su rostro inexpresivo, insondable, con una
mirada que no tenía. Helada, que hiere como el cuchillo más filoso. No habla,
sólo observa, y todo lo dice. Nuevamente los qué te pasa, los por qué. Están fuera de lugar, como las sonrisas. Pasan
los días y permanece el silencio hueco. Sin reproches, sin escenas ni enojos,
sólo la gélida mirada.
Con
los mellizos, es puro amor. Tanto, que da rabia y celos, todo junto. Me voy
alejando sin irme. Inauguro las noches de sofá, mordiendo mi impotencia.
Una
tarde, un mensaje de texto: “Un mes.” Sólo eso.
También
nos acostumbramos a esto, al silencio mortal, la gélida mirada, la distancia de
los cuerpos. Los mellizos, que no son tontos, no paran de enfermarse, pero ni
eso alcanza.
Treinta
días más de nada. Una tarde, mis cosas afuera, desparramadas. Llaves que no
abren, ojos que ya no miran. Furia, gritos, vidrios que se rompen, sirenas,
calabozo.
De
nada sirven mis llamados, ni mis súplicas. Le da igual, que busque a los
mellizos o no lo haga. Me consumo en melancolía, pero parece no verlo.
Comentarios
Publicar un comentario